Somos seres brillantes, pero muy peligrosos. La crueldad forma parte de la esencia humana y estamos tan acostumbrados a ella, que hemos perdido la capacidad de escandalizarnos. Aunque seguimos progresando en todas nuestras dimensiones; como la física, la social, la espiritual, la estética, la cognitiva, la comunicativa, la emocional, la ética… de vez en cuando padecemos colapsos, cruces de cable y enloquecemos.

La barbarie es un tema que no se ha estudiado demasiado. Por desgracia, es exclusiva del ser humano. Los animales pueden ser feroces, pero no son crueles, no disfrutan con el dolor de su víctima. En cambio, los seres humanos sí.

A lo largo de nuestra evolución, hemos mantenido dos tipos de comportamientos innatos: uno agresivo y otro compasivo. Para frenar la potente y caudalosa vía de la agresividad creamos diques; como el fenómeno de los sentimientos de compasión y la solidaridad; sistemas normativos morales y jurídicos; las instituciones políticas y sociales. Pero, cuando estos diques se derrumban, el caudal de la agresividad se desparrama y llegamos al horror, sin paliativos, alcanzando la deshumanización. Este suceso se repite, una y otra vez, a lo largo de la historia, dando lugar a la pérdida del sentimiento de humanidad, capaz de sacar lo peor de cada uno de nosotros.

Para comprender la violencia de género conviene determinar primero qué es la violencia en general. Esta se puede definir como aquellos comportamientos y situaciones que amenazan la integridad física, psicológica o moral de las personas. Toda acción violenta es individual, aunque está influida por manifestaciones sociales, ideológicas o estructurales. Pero, lo que caracteriza a la violencia de género es que tiene como objetivo causar daño a la mujer.

Hoy en día, la violencia en las parejas se está dando entre gente muy joven, mayoritariamente durante la época del noviazgo y de manera bidireccional, es decir, no solo del hombre hace daño a la mujer, sino de la mujer también se lo hace al hombre. Es evidente que el hecho de pertenecer al género masculino no lleva implícito el ser agresor. La violencia es un aprendizaje social que guarda especial relación con la construcción de un modelo de masculinidad determinado que se llama masculinidad hegemónica.

Una de las preguntas más frecuentes que se plantea en cualquier debate relacionado con el tema que estamos tratando es: ¿qué lleva a las nuevas generaciones a caer en la espiral de la violencia de género? Y la respuesta no es sencilla. Aunque vivimos en una sociedad democrática, los tres pilares esenciales para que se alcance la violencia de género son el machismo, la masculinidad hegemónica y la configuración del amor romántico que siguen campando a sus anchas. Cada cierto tiempo se emiten nuevas series, teleseries, canciones, programas televisivos, canales de YouTube, donde los mitos románticos se presentan como las verdaderas pruebas de amor y, lejos de analizarse como el germen de la violencia de género, se escudan bajo el paraguas del amor sin levantar sospechas.

Nos han educado en un modelo romántico basado en el sufrimiento, refranes como “quien bien te quiere te hará llorar” o “quienes se pelean se desean” son un ejemplo claro de la trampa. Tampoco olvidemos los halagos envenenados como “tiran más dos tetas que dos carretas”; un mito del poder de la mujer sobre el hombre, una sutil artimaña afirmando que el hombre es un títere en sus manos.

La llegada de las tecnologías, especialmente de las redes sociales, no han creado una nueva configuración del amor, no ha generado un cambio conceptual propiamente dicho, lo que ha creado, realmente, es un nuevo espacio donde vivirlo, expresarlo, potenciarlo, tanto para lo bueno como para lo malo. Quien tiene celos en una relación amorosa los va a seguir teniendo a través de las redes sociales. No hay que olvidar que los medios de comunicación tienen un papel importantísimo en la educación y, precisamente, son ellos los que no muestran una sociedad igualitaria. Continúan invisibilizando a la mujer y manteniendo una publicidad sexista, pero de manera muy sutil, a diferencia de las décadas anteriores.

No nos han enseñado a amar en un espacio de igualdad y libertad. Nos han educado en un modelo de amor perverso, cuyos roles vienen ya establecidos

No nos han enseñado a amar en un espacio de igualdad y libertad. Nos han educado en un modelo de amor perverso, cuyos roles vienen ya establecidos. Estas creencias proceden de un modelo cultural tradicional donde se ha recluido y sometido a la mujer y al que, simplificando, lo llamamos “patriarcal” o “machista”. Atribuir toda la responsabilidad de la violencia contra la mujer al modelo patriarcal es simplificar mucho el problema, lo que nos impide tomar medidas educativas efectivas. Por supuesto que hay que cambiar el sistema de creencias. Pero también hay que afinar más en la descripción del fenómeno. La violencia sexual a una persona desconocida es diferente a la violencia sexual sobre una persona con la que se mantiene una relación íntima. Este último caso se ve afectado por las creencias del amor romántico como, por ejemplo, “el amor lo puede todo” o “los celos son una demostración de amor”.

Una de las características de la cultura actual es que el deseo está de moda. Se considera que la libertad es la expansión de los deseos cuando, realmente, esta consiste en tomar decisiones sobre ellos. “El sistema oculto del deseo” fomenta la impulsividad y la poca resistencia a la frustración. Sin darnos cuenta, se pasó del placer prohibido al placer obligatorio. Se ha instalado un nuevo tribunal: no solo hay que mantener relaciones sexuales a todas horas, con todo el mundo, de todas las maneras posibles, sino que hay que conseguir que el placer sea adecuado. Si estamos haciendo permanentemente un canto al deseo, cosecharemos comportamientos impulsivos difíciles de frenar.

Los sistemas morales también están en decadencia. Nadie se toma en serio la educación ética, sin darnos cuenta de que es la gran protectora de la libertad. Cada vez que se producen actos de violencia, hay previamente una quiebra de la capacidad de autocontrol o de la “desconexión moral”.

Es absolutamente necesario educar en la prevención de la violencia de género desde la infancia; socializarnos en un modelo de comportamientos, actitudes y relaciones más igualitarias, especialmente orientado en cuatro ámbitos de actuación: autonomía, autocuidado, autoestima y empatía. Son los centros educativos los que se tienen que convertir en espacios clave para la sensibilización y la detección de la violencia de género.

La conclusión de este artículo, demasiado breve para la complejidad del tema, es que la violencia de género no desaparecerá mientras no tengamos en cuenta la cantidad de factores que intervienen en ella. Unos son de carácter social; otros caracterológicos; otros culturales; otros éticos y; aquellos otros del propio interés de la persona. Dada la fuerza del “sistema oculto” que lo alimenta, tratar simplemente los síntomas no es suficiente.

(Amaranta Ratón es Psicóloga y máster en Sexología)