Víctor GUILLOT

Agobiarse sin agobio es la diversión de los santos, escribió Jean Paul Sartre. El doctor Luis Andrenio González tenía cincuenta y tres años y no estaba ungido por la santidad: en estos últimos días había tenido razones suficientes para sentir cómo el agobio le doblaba el espinazo.

Más de treinta años antes, el joven galeno de Turón había asumido el juramento hipocrático hasta sus últimas consecuencias. Quería ser un médico al servicio del ciudadano y entendía como una encomienda casi divina recibir con deferencia y curar con diligencia a todos sus pacientes. Asumía el sacrificio de su trabajo con la voluntad de los mártires del Greco. No era un santo, no, pero sus pacientes así le contemplaban: sabían que ninguno de ellos podría ser atendido en tan sólo cinco minutos.

Todas las mañanas acudía a su consulta a trabajar. En ocasiones no la abandonaba hasta que el sol se ponía. No quería imponer a nadie su dedicación, pero lo cierto es que su particular sacrificio comenzó a afectar al resto de sus compañeros. El trabajo se había convertido en un ejercicio de castidad que le empujaba a trabajar doce horas sin descanso o a prolongar su jornada los días festivos. Había una violencia diligente y al mismo tiempo sádica en su empeño laboral. Pero si el agobio no había conseguido nunca interrumpir su trabajo en treinta años, por qué iba a interrumpir el de sus compañeros. Al igual que él, los médicos y el servicio de administración del centro debían comprender que éste no terminaría nunca. Zenón de Lea podría haber escrito que Andrenio sufría la maldición de Aquiles. Por más que corriera, nunca alcanzaría a la liebre. Siempre habría alguien al que escuchar, atender, curar o aliviar. Su lista de pacientes, más de 1.700, nunca, nunca, se terminaría y contra esa condena, sólo le quedaba trabajar.

Tras catorce años en el centro de salud El Parque-Somió, el doctor Andrenio no pudo escapar de una cruel paradoja: cuanto más satisfechos se sentían los pacientes de su trabajo, más inquina le tenían sus compañeros en el centro de salud. A lo largo de todo ese tiempo, la mala relación con ellos se había intensificado hasta el punto de que Andrenio a penas tenía contacto cordial con muchos de ellos.

Luis Andrenio sabía que los médicos censuraban su procedimiento o que, al menos, no lo compartían; pero si él se empecinaba era porque se consideraba cargado de razón contra todos ellos.

El doctor Andrenio llegaba a su consulta pensando en estas tribulaciones cuando un día recibió una notificación del Sespa que le obligaba a someterse a un examen psiquiátrico. Por supuesto, no accedería a satisfacer un agravio como ése.

Qué o quién había impulsado esta conjura contra el buen doctor fue la pregunta que corroía su cabeza como el gusano que ha encontrado una manzana. Su último desencuentro había sido con la antigua jefa de administración del centro Dolores García Medina. La última queja había derivado en la petición de un examen psiquiátrico cuya desobediencia desembocó finalmente en una sanción que suspendía de empleo y sueldo durante tres meses al buen doctor, así como su traslado al centro de salud de Tremañes.

A la hora de sancionarlo, nadie había tenido en cuenta su defensa de la creación de los centros de salud o participación activa en la Plataforma Diez Minutos por Paciente. Por un momento, Andrenio sintió que un viento helado y feroz enfriaba su corazón. Tiempo después llamó a su abogado, Julio César Galán. Antes de que el letrado ejerciera cualquier recurso administrativo contra la sanción, ésta ya se había ejecutado. Su ausencia se convirtió en una grieta que en el centro El Parque-Somió que día a día se hacía más grande. Al principio dijeron que estaba de vacaciones, después que sufría una baja. Lo cierto es que los pacientes comenzaron a sentirse huérfanos de médico. Después llegaron las concentraciones, las mesas petitorias y la discreta y laboriosa vida del doctor Andrenio se convirtió en un rumor que corría de centro de salud en centro de salud y se publicaba con misterio amarillo en los papeles.

Una sencilla cuestión laboral se había convertido en un capitulo absurdo y kafkiano donde el maniqueísmo de algunos había convertido al señor Andrenio en el señor Josef K en un proceso y al Sespa en un desalentador aparato estalinista. El responsable de velar por lo derechos de todos los médicos, el presidente de la junta de personal del área sanitaria V, Baltasar Palacios, indicaba que la responsabilidad última de todo esta tragedia la tenía Luis Hevia Panizo, el gerente del área, quien se hallaba desbordado por una situación que podía poner su cabeza a los pies del nuevo Consejero.

El Estado se había conjurado contra un hombre solitario que entorpecía el trabajo cotidiano de sus compañeros con su propio trabajo. El «caso Andrenio» comenzó con la virulencia de una pasión mística y terminaba, por fin, con una dimensión absolutamente política. El caso es que las pasiones son tan diversas como las personas: devoradoras y meditativas, soñadoras y desasosegadas, prácticas y abstractas, remolonas y precipitadas. La de los pacientes era recriminadora, la del abogado cínica y sarcástica, la de Luis Hevia desesperanzadora, la de Palacios correcta. La pasión de Andrenio era atribulada, silente y equivocada, pero ya era tarde para ser cambiada.