Miriam SUÁREZ

El 1 de octubre de 1960 Antonio Pérez Morán formalizaba con el Ministerio de la Vivienda la escritura de un piso de 70 metros cuadrados en las «mil quinientas» de Pumarín. Pagó 12.660 pesetas de entrada y 240 mensualidades de 660 pesetas. Para un obrero como él, que de aquella cobraba unos 300 duros de jornal, esa cantidad no era ninguna broma. «Yo tenía dinero ahorrado, porque había estado siete años trabajando a destajo en la mina, en Tineo. Si no, de qué. Los bancos, entonces, igual te cobraban el 10 por ciento de intereses por una hipoteca», cuenta.

Antonio Pérez, familiarmente Antón, es un veterano de las «mil quinientas». Pocos vecinos llevan tanto tiempo como él y su esposa, Ana Menéndez Carrizo, residiendo en esta urbanización de 68 bloques. «A la mujer le haría ilusión ir un poco más cerca de la playa, pero, ahora, qué va. Si ya pusimos ascensor en el edificio y todo. Eso nos ha revalorizado el piso, por lo menos, dos millones. De pesetas, eh», comenta este jubilado de 80 años.

Las «mil quinientas» son todo un símbolo del urbanismo gijonés. Con su construcción, a partir de 1958, el Instituto Nacional de Vivienda trató de dar respuesta al incremento de población que se produjo en el Gijón de la época. Antonio Pérez contribuyó a ese aumento demográfico, viniendo a la ciudad para trabajar en la fábrica de Moreda. «Empecé estando de habitación en la zona de la Urgisa, con un hermano», recuerda. Cuando salieron a la venta las «mil quinientas», allá fue: «Me parecieron buenas casas, bien ventiladas, con mucha luz. La mujer toma el sol en la cocina».

Esta urbanización, concebida como una barriada satélite de Pumarín, está formada por edificios de distintas alturas. Ese juego de plantas y el hecho de que las viviendas se distribuyesen en bloques aislados rompieron con la tipología tradicional de residencias obreras. El diseño de las «mil quinientas» se coronó con una torre de veinte plantas. Todo un rascacielos para un barrio donde «no había más que praos» y la mayoría de edificios carecía de ascensor.

«El primer piso que me ofrecieron a mí estaba en una de las estrellas -como llaman, por su forma, a las torres más altas-, pero no lo quise. Había que pasar por el comedor para ir a las habitaciones y eso no me gustó», apunta Antonio Pérez. Se quedó con un segundo del bloque 21, que levanta cinco plantas sobre el suelo.

Actualmente, las «mil quinientas» ya no son un emblema de modernidad, aunque mantienen su categoría de referente urbanístico. De ahí que el Ayuntamiento haya decidido darle un nuevo impulso a la zona, reformando desde el alcantarillado a los jardines. «Lo están dejando todo muy arreglado», valora Esteban Calleja Calvo, que lleva más de tres décadas viviendo en el bloque número 34.

Calleja Calvo, conocido entre sus vecinos como Cholo, llegó a las «mil quinientas» con su esposa, Azucena Albariñas Trapiella, y una hija de meses. Ese bebé está a punto de cumplir 34 años. «Vinimos de Moreda de Aller, porque yo entraba a trabajar en Ensidesa. Durante un tiempo, estuvimos viviendo de renta, muy cerca de aquí. Hasta que nos surgió la oportunidad de comprar un piso de segunda mano en las "mil quinientas". Nos pareció una zona bastante guapa y era asequible», explica.

La vivienda les costó siete millones de las antiguas pesetas. La cocina era de carbón. Pero Cholo y Azucena han renovado todo el piso, y «estos pisos, arreglándolos, quedan muy bonitos; son todos exteriores y tienen jardines por delante y por detrás». Comprarse ahora una de estas viviendas puede costar entre 150.000 y 162.000 euros. Al menos, ésos son los precios que se manejaron para los últimos pisos que se pusieron a la venta en la zona.

Que hayan multiplicado su valor casi por cuatro no se debe únicamente a las reformas individuales que sus propietarios hayan podido acometer. También influye la transformación que ha experimentado el barrio en su conjunto: «Disponemos de todos los servicios; tenemos una salida muy buena a la Autovía Minera y a la autopista "Y"; nos construyeron, ahí al lado, un centro municipal integrado...», destaca Cholo Calleja.

Está tan convencido de que «esto es maravilloso» que, a sus 57 años, no se ve en otro sitio que no sean las «mil quinientas» de Pumarín. «Para sacarme a mí de aquí, haría falta que la alternativa fuese muy buena. No sé. Lo veo bastante difícil», declara. Calleja arrimó el hombro para fundar la Asociación de Vecinos de Pumarín siendo un chaval. Sus vínculos con el barrio son fuertes. Y, en el barrio, existe el convencimiento de que las «mil quinientas» forman el corazón de Pumarín. Un corazón que late con Cholo Calleja, Antonio Pérez y las otras 1.498 familias que siguen viviendo allí.