o debe ser fácil saber morir. Los que por nuestro trabajo hemos visto morir a mucha gente estimamos que cada muerte tiene matices distintos y diferentes. Hay muertes repentinas, que nos sorprenden e impresionan. Hay muertes lentas, largas, agotadoras, que nos hacen pasar las horas y los días, que nunca terminan.

Dioni llevaba mucho tiempo enfermo con etapas de cierta mejoría, que le facilitaban la salida de casa y la visita a la tertulia de los amigos, alternando con escasos culetes de sidra. Últimamente su estado de salud se agravó y vino definitivamente el desenlace en la madrugada del sábado, día 10 de febrero.

Dos días antes, por expreso deseo de Dioni, comunicado a su esposa, Lola, que le acompañó en todo momento, un amigo y yo fuimos a verlo al Hospital General, en el que tuvo lugar una conversación entrañable entre los tres amigos. Dioni, como buen playu, nos habló, con imagen marinera, y nos dijo que nos había llamado para que, como prácticos de alma, le ayudáramos a sacar el barco de puerto y situarlo a mar abierto para la última singladura. Dioni se sentía morir. Veía la muerte muy cercana, pero nunca perdió el humor, la serenidad y la gracia.

Es muy difícil aceptar la muerte de un amigo, de un esposo, de un padre, de un abuelo como Dioni. Podemos caer en la tentación de pensar que estamos dejados de la mano de Dios, que la vida es un absurdo, «una mala noche en una mala posada», que diría Santa Teresa, porque, al final, cuando menos lo esperas, llega la muerte, que desbarata nuestras esperanzas y deshace nuestros proyectos. Los creyentes nos fiamos de Jesús de Nazaret: «Me voy a prepararos sitio, porque quiero que, donde estoy yo, estéis también vosotros». El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá», «yo soy la resurrección y la vida».

Dios, el buen Dios de Jesús de Nazaret, a quien Dioni apenas veía, durante la vida, tras las celosías de la niebla y de la bruma de la duda, se le apareció radiante, luminoso, disipando tinieblas y temores. Una profunda paz, después de recibir los auxilios espirituales, invadió al amigo enfermo y el último apretón de manos entrelazadas de los tres cerró la escena, que yo recordaré toda mi vida.

Al ver a Dioni moribundo, cosido a la cama con toda clase de cables y tubos, con una paz y serenidad increíbles, con escasa visión en su ojo abierto, pero con una mente lúcida y transparente, pensé que ya no era tan difícil morir.

Gracias, Dioni, porque con tu muerte ejemplar nos enseñaste a todos a morir ejemplarmente. Descansa en paz.

José Luis Martínez leyó estas palabras en su homilía en la misa funeral.