Escribo esto desde el mismo plató en el que tú, con tu afán emprendedor, comenzaste las tertulias deportivas, un experimento al que el tiempo le ha dado la razón. Llevaba tanto esperando que volvieras a casa para dedicarte un programa y que junto a tu Lolina, con esos güeyos que tanta guerra te daban, llorases de alegría, pero no fue así. Hoy soy yo la que lloro de tristeza por tu pérdida.

Hay personas que no sabes como las conociste, ni como te hiciste amiga de ellas, porque llegan a tu vida poco a poco y en silencio, pero, una vez dentro, son tan grandes que no se van nunca. Tú eras de esas personas. Perro viejo en la profesión, te acercabas como fiel amigo a los que estamos empezando. Nunca te sobraba una palabra de apoyo, siempre estabas ahí en los momentos complicados, para animar cuando las cosas iban mal, para dar la enhorabuena cuando salían bien. Eras esa red que uno siempre sabía que tenía cuando se lanzaba al vacío sin saber lo que le esperaba.

Te vas justo cuando uno de tus hijos adoptivos, el Gijón Baloncesto, cumple veinticinco años, y estos cabritos, como tú dirías, siguen sin ganar. Al otro, al más vieyín, al centenario, por fin le tocó un árbitro que no te haría rabiar. Con más colegiados como éste, quizá consigan hacer tu sueño realidad.

No recuerdo la primera vez que te vi, pero sí la última. Hace poco más de quince días y a tu lado, como no podría ser de otro modo, estaba Lola; ya sabes que detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer. Pese a tu estado de salud, aún había fuerza para bromear. Decías «ési no tien piel, tien cuero», y detrás esa gran carcajada que siempre te caracterizó. Para ti no había gente mala. Todos los que conocías, que eran muchos, hacían imposible ir de compras contigo. Que se lo pregunten a David, tu hijo, cuando un día tardasteis tres horas desde la calle Cabrales hasta Dindurra para comprar una camisa porque a cada paso parabes a charrar con un paisanu. Éste era el partido más importante de tu vida. No te tocaba narrarlo, se habían cambiado los papeles, tú eras el jugador. Tenías claro que la victoria iba a ser tuya, y así lo pensábamos también los aficionados. Pero en el deporte, como en la vida, no siempre gana el que mejor juega. A Lola se le fue el marido y el compañero; a David y a Marina, el padre y el maestro; a Rocío, el güelín; a los gijoneses, el Playu; a los niños, el hombre que una vez al año era Rey y trescientos sesenta y cinco días inundaba de magia a los que lo conocían; a nosotros, el compañero de profesión y, por encima de todo, el GRAN AMIGO.

Bea Otero es periodista en TLG.