J. C. GEA

«La filosofía como tal no puede ofrecer nada porque es un saber segundo que se apoya en otros saberes y no tiene verdades propias. Se diferencia de otras formas de hacer en que es esencialmente demoledora, crítica en el sentido fuerte de la palabra. Por eso su hacer es tratar de deshacer muchos de los saberes ligados a otros haceres: los mitos: el de la religión, el de la naturaleza, el de la cultura, el de la democraciaÉ Estamos envueltos en ideologías que hay que demoler». La idea no es nueva en boca de Gustavo Bueno, ni mucho menos; pero pocas veces la ha expresado con tanta claridad en una conferencia pública como ayer lo hizo en la clausura de las Jornadas sobre educación, filosofía y nuevas tecnologías, organizadas por la Asociación Asturiana de Filosofía y la Fundación Horacio Fernández Inguanzo, que ayer se cerraron en la Escuela de Hostelería. Ante un público especializado y cómplice con el que se sintió cómodo para transitar por el tecnicismo cuando la charla lo requirió y para recurrir a la anécdota en otros momentos, Bueno respondió a la propuesta de los organizadores -disertar sobre «El papel de la filosofía en el conjunto del hacer»- dando una buena muestra de la capacidad trituradora de la filosofía realizando, en primer lugar, una crítica de «la separación entre el saber y el hacer» y del privilegio de la primera sobre la segunda actividad que se sustenta en la tradición griega y cristiana, y de todas sus versiones a lo largo de la historia de la filosofía: saber especulativo frente a saber práctico; teoría frente a praxis; conocer frente a actuarÉ Aunque quizás el mejor ejemplo del modo en que Occidente disocia una actividad de otra se lo suministró ayer una máxima del financiero Rockefeller: «Para triunfar en un negocio se requieren dos condiciones: primero, saber hacer las cosas; segundo, hacerlas».

Toda la primera parte de la charla de Gustavo Bueno se centró en arruinarle a Rockefeller un aforismo tan resultón. Para el ponente, la filosofía no es un saber «previo, exento, con principios propios y que pueda ser enseñado como tal por encima de los accidentes y del mundo», sino que su «sustancialidad» se manifiesta «en el proceso de desarrollo de otros saberes» -el artístico, el científico, el político...-, y «de un modo que no es unívoco, ya que hay muchas filosofías distintas y contrapuestas». Es la conocida tesis buenista de la filosofía como «saber de segundo grado», que «no se refiere a nada especial ni dispone de contenidos propios» y que depende, sobremanera, de los desarrollos de la ciencia y la tecnología.

En esta línea, Bueno defendió que la aparición del pensamiento filosófico en Grecia se debió exclusivamente al hecho de que otros saberes, como la geometría y las matemáticas, «plantearon problemas que ellas mismas no podían resolver, como el de los números irracionales». Y así sigue siendo, ya que «las ciencias y las tecnologías siguen planteando problemas filosóficos porque ellas no los pueden resolver: la teoría de la relatividad plantea más problemas filosóficos que el teorema de Pitágoras». Bueno aprovechó, de paso, esa posición para lanzar un dardo incendiario al sistema educativo: «Un alumno de Bachillerato que no sabe lo que son los números irracionales está en posición parecida a la de un chimpancé, aunque se sepa un soneto de Shakespeare».

De vuelta al nervio central de su intervención, Bueno resumió su posición afirmando que «saber y hacer pueden tratarse en gran medida como procesos conjugables, ya que el saber es un hacer siempre y el hacer es un saber», a condición de que esa actividad única esté «referida a un sujeto operatorio humano». Fue en el seno de esa identidad en el que Bueno definió el «saber hacer» propio de la filosofía como «un deshacer, un triturar, un demoler que trata de deshacer muchos de los saberes ligados a otros haceres»É aunque después de esa labor «no haya una verdad oculta que ofrecer».