Desde hace mucho tiempo me defino a mí mismo en términos religiosos siguiendo las «enseñanzas» del gran Sócrates de creer que sólo sé que no sé nada, como un agnóstico que reza. «Pero ¿a qué o a quién rezas?», me han preguntado más de un par de veces. «No tengo ni idea», respondo, lo que a mí me parece lógico, para un agnóstico. Pero, a veces, claro, quieren meterse en el quid del asunto. «Pero si no crees, ¿por qué rezas? No tiene sentido». En estas ocasiones murmuro algo sobre el hecho de que no me gusta pasarme en esta vida.

¿Por qué rezo si no tengo ni idea si existe Dios o no? Veo dos respuestas posibles. Una es que si, a pesar de mi falta de creencia, Dios existe, así que, por lo tanto, por rezar tengo quizá más posibilidades de disfrutar de una buena bienvenida en el cielo un día, con una buena suite reservada, y no ser enviado a uno de los otros dos lugares (he cogido mis pocos conocimientos de la teología de la lectura de Dante). Pero aunque esto pueda ser el caso de alguna gente, no es el mío. No soy muy amigo de la hipocresía.

La otra posibilidad tiene que ver con mi reticencia a pasarme con las cosas importantes de la vida. Es que el rezar siempre ha existido. Bueno, quizá no siempre -no sé si este primer homínido europeo, una mandíbula del cual acaban de descubrir en Atapuerca, rezaba o no-, pero los griegos, los egipcios, los mayas, y tal, tenían sus dioses, y se relacionaban con ellos apropiadamente. Así que el rezar parece ser una práctica algo fundamental en la historia de nuestra especie. Como el comer, el beber y el procrear. Claro que el comer y el beber son necesidades físicas para la supervivencia personal, pero el procrear no, ni el rezar. Pero seguimos procreando y rezando. ¿Por qué? Pues en el caso del procrear, la respuesta es, desde el punto de vista de la evolución darwinista, que estamos aquí por eso y solamente por eso, como cualquier otra especie. Y algunas de las leyes de la evolución son casi invencibles por funcionar subliminalmente en nuestra psicología. Así que, por ejemplo, las mujeres quieren ser mamás y los hombres quieren ser papás, y se quedan cumplidas así las prescripciones de la evolución.

Claramente, lo que llamo la necesidad de rezar no se puede explicar así. No es una cosa física. Y todavía hoy día no hay mucha comprensión de la relación entre la evolución y las facultades intelectuales y emocionales (el ejemplo de las mamás y los papás es, sí, una excepción). Pero rezamos desde hace milenios, y diría yo que existe un motivo respecto a esto, pero uno oculto todavía. Sin embargo, puedo contarles por qué rezo yo, el agnóstico. Es para conectarme con el infinito y la eternidad durante algunos momentos. Para descansar en paz con ellos. Y, claro, a la vez, para desconectarme del mundo cotidiano, de los bancos y las burocracias, y, también, de los pederastas, de los que maltratan y asesinan a las mujeres, de los varios colectivos canallescos de terroristas y de todo el resto de esa clase de gente que no me cae bien. En breves palabras, para mantenerme cuerdo en un mundo que parece ser cada vez más bestial.

Si tengo razón, que rezamos por algún motivo no esclarecido, por alguna necesidad que sentimos, puede que sea, quizá, que no recemos porque tengamos dioses, sino que creamos dioses para justificar nuestra necesidad de rezar. Otra vez, el huevo y la gallina. ¿Quién sabe? Ni Sócrates ni yo. Ni ustedes tampoco.