Cuca ALONSO

En medio del tumulto social hay personas con las que nos hemos rozado infinidad de veces, incluso con las que mantenemos algún lejano vínculo familiar, y sí, mucho saludo, frases amables, risas si corresponden y ahí se acaba todo, sin que nunca lleguemos a tener oportunidad de conocernos. Fernando Adaro de Jove representaba uno de estos casos; un hombre guapo, de exquisita educación, prudente al máximo, pero, ¿y qué más? Hasta que una mañana, sentados frente a frente en su despacho del Foro Jovellanos, con todo el tiempo del mundo por delante, fui descubriendo el ser humano que lleva dentro. El primer rasgo que evidenció fue su rotundo sentido del humor, cualidad que suele ir emparejada a una buena inteligencia, que, por otra parte, de casta le viene al galgo. Dotado de un espíritu positivo, aunque racional, Fernando Adaro es generoso en la comunicación, aunque sabe administrar muy bien sus silencios y hacer de ellos una justa elocuencia.

Segundo de cuatro hermanos, es fácil sospechar que le salvó la campana, o la territorialidad, de llamarse Isidro, ya que vino al mundo un 15 de mayo del año 1944, en Gijón. Estudiante normal, según confesión propia, suspendió la reválida de cuarto en junio y septiembre, «se me habían atravesado las matemáticas...». Paradojas del destino, ya que toda su vida laboral iba a transcurrir en la banca. De aquel circunstancial tropiezo académico salió airoso al aprobar todo quinto curso de Bachillerato en el mes de septiembre siguiente. «De manera que en sexto curso volví a reunirme con mis compañeros».

-¿Estamos hablando del Colegio de la Inmaculada?

-Sí, sí, claro... Fueron siete u ocho años en los Jesuitas, con un horario que iba de ocho y media de la mañana a ocho y media de la tarde. Todo era temor de Dios, nos educaban a partir del miedo, pero aun así conservo un recuerdo muy agradable del colegio. Entre las prohibiciones estaba la de pasar por El Coto, decían que por su peligrosidad; parece ser que había varias casas de lenocinio. Y los guateques, fatal, ya en PREU asistimos al celebrado en la casa que hoy es Solaviella, y la que nos armaron... A algunos nos quedó una fe atenuada, pese a que pasábamos horas y horas en la capilla; otros abominaron del todo. Muchas de aquellas altas dignidades con los años terminaron renegando o haciéndose comunistas.

-Es raro que su próximo destino no fuera la Universidad de Navarra, dada la vinculación de su padre con el Opus Dei...

-Quizás en 1962 no funcionaba aún, no lo sé. El caso es que me fui a Oviedo para estudiar Derecho. Fue una época estupenda, éramos tan pocos alumnos que cabía todo Derecho y toda Filosofía en el viejo caserón de la calle San Francisco. Al empezar, en mi curso había unos 110 estudiantes y acabamos 30, como una familia. Yo estaba en una pensión y los viernes por la tarde cogíamos un Alsa de aquellos de dos pisos; el de arriba era más barato, costaba una peseta, pero era preciso agacharse hasta llegar al asiento. Los lunes por la mañana hacíamos lo mismo.

-¿Le gustaba el Derecho?

-Sí, pero Oviedo, más; tenía novia allí... Me casé con la chica más guapa de Oviedo, Nane Botas, mi única novia. Yo tenía 24 años y llevamos 40 en este rollo.

-Su camino profesional tenía que ser fácil, de acuerdo con la variedad de negocios familiares...

-Salvo los dos años iniciales que trabajé en Adaro, S. A., el resto lo hice en la banca. Primero en Bankunión, luego fui director del Hispanoamericano, director del Barklays ocho años y diez más director del Urquijo, donde me prejubilé. En total, 36 años asturianos, ya que me tentaron varias veces para irme de Gijón, en mejores condiciones, y en todas pude decir que no. Aquí estaba perfectamente instalado, y un puesto importante en Madrid iba a influir negativamente en mi calidad de vida.

-En todos esos años, ¿qué influencia ejercía su padre sobre usted?

-Estábamos en mundos distintos. Su labor era tan amplia que yo no hubiera podido seguirle de un modo efectivo, pero, aun estando al margen, me interesaba todo lo que hacía y, sobre todo, lo admiraba. Mi padre creó en mí una curiosidad que he ido desarrollando; él quería saber de todo con profundidad y sí, me contagió. Recuerdo, cuando se estaban haciendo en El Musel el dique de Levante y los muelles de la Osa, que mi padre nos llevaba todos los domingos a ver las obras, y aquello lo vivíamos. Nos contaba la historia de la grúa «Titán» y de la «olona» que se tragó al ingeniero Olano con cuatro o cinco trabajadores más. «El mar es muy traidor», decía, y «hay que saber aguantar cachones». Respecto a las obras del aeropuerto, igual, fue él quién empezó a tirar del carro. Solía comentar que cuando en el extranjero le preguntaban dónde estaba el aeropuerto de Asturias respondía que a 450 kilómetros. Eso no podía ser... Le apoyaron las dos cámaras de Comercio, Gijón y Oviedo.

-¿Sabe si hubo problemas respecto a su ubicación? Muchas opiniones se inclinaban por los altos de La Providencia...

-Creo que nunca hubo dudas, porque los praos del aeropuerto de Ranón pertenecían al Ministerio del Aire, donde pensaban instalar un aeropuerto militar. Era una lengua de tierra que salía al mar, como la proa de un portaaviones, pero el proyecto no prosperó. Mientras tanto, se habían puesto en circulación los reactores que dieron tanto impulso a la aviación comercial. El entonces ministro del Aire, Lacalle, autorizó el pase a uso civil. Hubo quien pensó que era cosa de Oviedo, el llevar el aeropuerto tan lejos, pero en La Providencia hubiera sido un desastre ambiental. En la actualidad se mueven unos treinta aviones al día, ¿quién resiste ese ruido? Lo que nos hace falta es un tren rápido que una Oviedo y Gijón con Ranón.

-Hablando de tren, del metrotrén nunca más se supo...

-Sí, la cosa empezó con mucho entusiasmo, trajeron la tuneladora, pero los problemas son inevitables, que si las estaciones, que si se alarga el servicio hasta Cabueñes, que me parece estupendo... Pero desde hace meses sufrimos un apagón informativo. Sospecho que no hay dinero, ya que al metrotrén no se opone nadie, sino que todos pensamos que es un beneficio para la ciudad.

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