Se anuncian por parte del Gobierno reformas legislativas sin duda alguna importantes, esperadas por amplios sectores sociales y, a mi modo de ver, todas ellas necesarias: la de ley de Libertad Religiosa, la de la ley Electoral, la de la Constitución y la de la ley del Aborto.

Titulo estas reflexiones «Un Estado laico» porque, al anunciar el Gobierno dichas iniciativas legislativas y explicar sucintamente los objetivos de cada una de ellas, manifestaba la portavoz, al referirse a la ley de Libertad Religiosa, que el objetivo de dicha reforma era «avanzar en la condición de laicidad que la Constitución otorga a nuestro Estado», o, lo que es lo mismo, caminar hacia un Estado más laico.

Sorpresa agradable el ver cómo por fin se acomete, aunque sea tímidamente, una reforma tan necesaria como el respirar, en una sociedad plenamente democrática.

Las propuestas del Gobierno sin duda desencadenarán un fuerte debate social y político, especialmente la referida a la cuestión religiosa, porque choca frontalmente con los intereses de la Conferencia Episcopal y del que puede denominarse, sin temor a errar, su gran aliado político, el Partido Popular. Pero bienvenido sea todo lo que suponga un avance hacia una sociedad, hacia un Estado verdaderamente laico, es decir, un Estado que sea independiente de toda influencia eclesiástica o religiosa. Lo cual es perfectamente compatible con lo que dice el punto 3 del artículo 16 de nuestra Constitución: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».

Es necesario, por tanto, como dijo el presidente del Gobierno refiriéndose a las continuas intervenciones (intromisiones, injerencias) de responsables de la Conferencia Episcopal, poner «a cada uno en su sitio». Si resultan difícilmente soportables las continuas monsergas integristas, no menos irritante es el tono de superioridad moral con que continúa y constantemente trata a quienes mantienen una postura agnóstica o laica ante las cuestiones de la convivencia, o de la enseñanza.

Por eso pienso yo, y creo que muchos más ciudadanos, que se equivoca el Gobierno si trata de poner parches y no de resolver este viejo problema de una vez por todas. Y el problema no se resolverá si además de reformar la ley no se cambian actitudes que claramente reflejan que no se ha sabido, o no se ha querido, separar lo civil de lo religioso. Porque se puede caminar con paso firme hacia un «Estado más laico» incluso al margen de las anunciadas y bienvenidas reformas. Por ejemplo, se podría y se debería empezar por un replanteamiento de las relaciones con la Iglesia católica, rompiendo los inaceptables acuerdos existentes, que chocan frontalmente con lo que representa la idea de un Estado aconfesional, independiente de cualquier tutela religiosa. Y ése sería el primer paso que haría de verdad creíbles los objetivos de las reformas anunciadas.

Con motivo del fallecimiento del que fuera presidente del Gobierno don Leopoldo Calvo-Sotelo, los «actos de Estado» celebrados en el Congreso de los Diputados y la celebración del «funeral de Estado» posterior ponen de manifiesto el escaso interés de nuestras autoridades en «separar» lo que debe ser el necesario y merecido «homenaje» póstumo a una personalidad como la de quien fue un gran presidente del Gobierno de España en momentos difíciles de lo que fueron unos actos desarrollados y rodeados de unas ceremonias religiosas, desde mi punto de vista, a todas luces innecesarias y que se avienen muy mal con lo que se anuncia, e incluso con nuestra constitucional aconfesionalidad del Estado. Si se quiere un «Estado más laico», el acto civil con todas las solemnidades que merecía Calvo-Sotelo, y que requiera el caso, ha de ser, debería haber sido, un acto civil sin adherencias religiosas. Luego la familia del difunto celebraría el funeral, las exequias, con los ceremoniales religiosos que considerasen oportuno.

Háganse, pues, las reformas que sean necesarias, pero téngase voluntad de hacer pedagogía laica en el devenir político cotidiano predicando con el ejemplo. Ése también es un buen camino. Posiblemente el mejor.

En todo caso, de lo que se trata, supongo yo, es de reformar la ley para caminar de verdad hacia un Estado más laico y no propiciar, al socaire de los privilegios de la Iglesia católica, «nuevos privilegios» para las otras religiones. Tengo muchas dudas. Iremos viendo y esperando que no nos pase como tantas veces: reforma timorata, todos descontentos y, lo que sería peor, el problema sin resolver.