Cuca ALONSO

En ciertos aspectos, la sociedad en la que nos ha tocado vivir se parece a una topera; todos andamos a ciegas, apenas sin percibir los valores que nos rodean, o si acaso cotizando otros de menor cuantía que, desde el punto de vista de la excelencia humana, no significan nada. Si seguimos el rastro del dinero deslumbrados, ¿qué otra cosa vamos a ver? Así que cuando en este torpe deambular tropezamos con una persona de verdad, sabia e íntegra, hay que frotarse los ojos, agradecido.

De Manuel Fernández Rodríguez, este gran hombre, un día escuché unas palabras, dichas por otro gran hombre, en justa correspondencia. Interesante, me dije; vamos allá. Encuentro en una terraza, cordialidad y, de primera mano, un nítido sentido del humor, virtud imprescindible en una persona inteligente. Luego fui descubriendo, no sólo su estatura moral e intelectual, sino su sencillez, su nobleza, su facilidad para comunicarse. ¿Cómo se definiría a sí mismo?, le pregunté. «Soy profesor titular de Escuela Universitaria. Doy clases de Automática y de Diseño de Control de Procesos por Computadora».

-Así que un docente... Bien sofisticado, por cierto.

-Al inicio del curso a mis alumnos suelo decirles que «por cálculo estadístico, entre vosotros tiene que haber alguien más inteligente que yo, por tanto debo escucharos». Supone una gran alegría descubrir un talento creativo, comprobar que detrás de un joven hay mucho más de lo que parece. Entonces el trabajo resulta gratificante y fácil; nadie se pone a subir el Everest sin aprovechar cordadas anteriores.

Manuel Fernández Rodríguez nació en El Entrego, 1937... «Al lado del pozo Sotón, donde mi padre era maquinista minero; de él he aprendido a trabajar de verdad, con fuerza y empeño». Mayor de tres hermanos, la familia, en aquellos duros años que siguieron a la Guerra Civil se trasladó a Villablino. «En El Entrego los ánimos estaban demasiado tensos. Mis padres eran gente muy abierta, de izquierdas, pero sin militancia». Y aún recuerda el éxodo de aquella humilde familia. «Llevábamos hasta los colchones en un tren que nos dejó en León, donde cogimos otro para Ponferrada y posteriormente un tercero a Villablino».

-¿Hizo allí sus primeros estudios?

-No, porque vivíamos en Caboalles de Abajo, un pueblo próximo a Villablino, bajando por Lietariegos, donde asistí a la Escuela Nacional, con la suerte de encontrarme con estupendos maestros. La primera idea que tuve de Dios me llegó en Caboalles, al escuchar una blasfemia. Entones le pregunté a mi madre, qué era aquello de Dios. No recuerdo muy bien la respuesta, pero sé que recibí una clara percepción de la idiotez humana; si aquel hombre de la blasfemia no creía, ¿a qué la maldición? Por mi casa de Caboalles de Abajo pasaron personaje muy variopintos, desde Agripino, el famoso socialista, a don Aurelio García de la Valiente, el cura más santo. Es una pena que Asturias no le haya reconocido su gran conciencia social.

-¿Qué posibilidades encontró para formarse?

-Los exámenes se efectuaban en Ponferrada, donde hice el ingreso de Bachiller. Pero un año más tarde, siendo monaguillo, pregunté dónde estudiaban los curas. Y decidí irme al Seminario, por propia voluntad; en mí casa nadie me empujó, sino al contrario. Así que en 1949 ingresé en el Seminario de Valdediós y dos años más tarde en el de Oviedo.

-¿Llegó a ordenarse?

-Sí. Lo mejor que tengo me lo dio el Seminario. Con la suerte de haber disfrutado de su época dorada. El rector era Ignacio Olaizola y entre los profesores estaba José Luis González Novalín, uno de mis mejores amigos. El ambiente del Seminario era abierto y liberal, recuerdo que las obras del jesuita Theilhard du Chardin estaban prohibidas, pero nosotros las habíamos leído íntegramente. Uno de los maestros que más influyó en mí, sin pretenderlo, fue Alfredo de la Roza, el director de la Schola Cantorum. Él, a través de la música, me descubrió la belleza. Y pude admirar la belleza de la bondad; si yo hubiera visto algo feo en Dios, éste no sería verdadero. El sentido estético es muy importante. Me ordené a los 23 años y estoy orgulloso de haber dado a la Iglesia los mejores años de mi vida.

-Pero obviamente un día decidió dejarlo...

-Después de 27 años. Mi primer destino como sacerdote fue en la iglesia de La Corte, en Oviedo, donde fui coadjutor. Luego vine a Gijón, a San Pedro, en la etapa del párroco don Ramón García. En estos tres años empecé a trabajar con los boy scouts, una tarea sensacional que ha aportado grandes valores a mi vida. El escultismo es algo gratificante, una experiencia preciosa a la que dediqué 30 años, incluso los cinco últimos sin ser sacerdote. El convivir con los jóvenes te exige coherencia; incluso dejé de fumar, tras 40 años. De San Pedro me destinaron a Tremañes, cinco años tremendos... He vivido el tiempo de Villacajón, de La Picota... Hice el proyecto de la reforma de la iglesia de Tremañes y elaboré su mosaico; antes había aprendido con Joaquín Rubio Camín. Posteriormente fui profesor de Religión en el Instituto Doña Jimena y de Filosofía y Trabajos Manuales en el Seminario.

-Y después a la calle, ¿qué pasó, acaso hubo un exceso de racionalismo?

-No, lo peligroso es el racionalismo de un zoquete; el de una persona noble le lleva a la humildad y para ser humilde hay que ser listo. El Evangelio debe leerse con el corazón, pero sobre todo con la cabeza. Uno de mis profesores, don Florentino, decía que en el Evangelio tantas veces como aparece la palabra amor, aparece la palabra verdad. Por cierto, don Florentino se escribió con Albert Eistein durante años, lo había conocido en una conferencia que el sabio alemán vino a dar en Oviedo. El problema de Dios es un problema entre personas.

-Pero...

-Mi crisis venía de muy atrás, de no digerir ciertos aspectos de la Iglesia como institución. De darte cuenta de que cuando alguien no tiene categoría para estar dentro de ella debe dejarlo. Fue una decisión tremendamente penosa, que no afectó a mi fe para nada. Recuerdo que la resolución final la tomé paseando por la acera de El Arsenal de Ferrol.

-Siento gran intriga, a partir de ese momento, ¿cómo se llega a ser un brillante profesor de una Escuela de Ingenieros?

-Una vez secularizado fui profesor de dibujo en el Colegio Corazón de María y paralelamente hice la carrera de ingeniero técnico. Al acabar trabajé en una empresa de formación profesional mientras preparaba oposiciones para ingresar en la Universidad. Al aprobarlas me incorporaron al departamento de Ingeniería Eléctrica, en el área de Sistema de Automática. Durante ese tiempo, 21 años, estudié Geometría Proyectiva, y tuve suerte, al lograr descubrir algunas cosas.

-Por ejemplo...

-Todos los programas de diseño tienen la algoritmia basada en la Geometría Analítica y Proyectiva. La homología estaba estudiada entre figuras planas pero nadie la había desarrollado geométricamente en 3D. Hay poca gente dedicada a esto, y yo inicié ese proceso.

-¿Acaso ofrece pocas aplicaciones?

-No, muchísimas, y sobre todo las que quedan por descubrir en el campo de la Geometría Proyectiva. Supone una gran simplificación en ciertos trabajos. Todos los teléfonos móviles que andan por la calle no existirían si Fourier, un ex monje benedictino, no hubiera estudiado el proceso de la descomposición en serie.

-¿A qué se dedica usted ahora?

-Desde hace seis años trabajo en un proyecto de homología entre cónicas y no sé si llegaré a algo; si no sabes aceptarte como un profesional del fracaso nunca conseguirás nada que merezca la pena porque todo conlleva riesgo. La Geometría es la madre de todos los programas de diseño y la que menos se ha beneficiado de ellos.

-Yendo tan allá, ¿puede existir la cuadratura del círculo?

-No, sería negar el principio de contradicción. Lo que sí puede intentarse es encontrar un cuadrado con la misma superficie del círculo.

-¿Cuál es el mayor problema de un geómetra?

-El tratamiento del infinito, aunque personalmente nunca le he tenido miedo. En el terreno de la investigación se tropiezan alegrías que no se pueden compartir; los descubrimientos los publico en «Homología 3D», y en un libro, «Homología y Diseño» que envío a quienes me lo piden.

-Al margen de todo esto, se ha casado usted, cultiva la cerámica, vive en el campo...

-Sí, tengo a mi lado una mujer extraordinaria con la que vivo muy feliz. Y la cerámica es una afición adquirida cuando trabajaba con los boy scouts, en un viaje que hicimos a París, donde conocí a una monja en la casa madre de La Asunción; ella había estado en misiones donde descubrió técnicas muy interesantes, que más tarde perfeccioné. No esmalto las piezas, sino que uso arcillas coloreadas mezclando óxidos. Soy el autor del mosaico de la iglesia de Pumarín. Respecto al campo, me gustan sus labores; mi padre, después de la mina iba a segar apara poder costearnos los estudios. Mis hermanos son ingeniero químico y maestro, respectivamente.

-¿Qué espera de su futuro?

-Me conservo muy joven por dentro, por tanto seguiré trabajando de acuerdo con las tres condiciones del trabajo humano: que sea libre, creador y que ponga al alcance del pobre lo más bello. El siglo XXI tendría que ser el de la función social de la propiedad intelectual; algo que hoy está haciendo internet. Cuando se inventó la imprenta, los maestros de la Sorbona dijeron, «¿cómo la gente va a aprender sin pedirnos permiso?». La piratería está colaborando en esa la función social, así que, ¿hasta dónde es un robo? Si tuviéramos que pagar derechos de autor a Pitágoras, estábamos listos. En la investigación, si no hay gratuidad y riesgo de aventura, se pierde todo encanto. manuel fernández rodríguez Profesor de Automática y Diseño de Control de Procesos por Computadora