Si empezamos por Cimadevilla como cuna de la gastronomía gijonesa, a Cimadevilla también hay que volver necesariamente cuando llegamos a la noche después de cenar. Desde siempre, el antiguo barrio de pescadores fue también de pecadores. Dado que las enfermedades venéreas estaban muy extendidas entre la población y consecuentes con ello, aquí, en Gijón, en 1955, se realizó el primer homenaje del mundo al descubridor de la penicilina, el doctor británico Alexander Fleming, con un monumento en el parque de Isabel la Católica, a cuya solemne inauguración asistió su viuda. No fue, no obstante, Cimadevilla el único motor de la nocturnidad. En los años treinta, cuando el Ateneo Obrero cerraba sus puertas en el barrio de Veronda, los sones de los tangos y de los boleros subían hasta sus balcones desde el bar americano de La Gloria, donde, según narra Faustino González-Aller en su novela «El onceno mandamiento», destacaba el poderío de la Patro, una rubia espectacular más conocida con el mote de guerra de «La Harlow de Vigo». Allí no solamente se iba a urgencias sexuales, sino también a bailar al ritmo de una orquesta en vivo y, por supuesto, a comer en sus mesas con manteles de cuadros. Imperaba entonces en la hostelería un cierto aire decorativo que iniciaba en los encantos de Las Mil y Unas Noches y que también sobrevivió en lugares como el café Imperial y el Oasis Club.

La cultura siempre estuvo muy unida a la farra. Por ejemplo, la bibliotecaria del Ateneo Jovellanos Susana Estrada -con el patrocinio de Carlos de las Heras, innovador director teatral y descubridor de talentos eróticos- puso un disco-bar en la calle de la Fundición con el nombre de Bonnie&Clyde. Aquel local pasaría después a manos de José Manuel Alvariño, que con su elegante Lord Club y el estiloso Lord Pub -decorado con murales de José María Navascués- elevó el nivel de la hostelería gijonesa.

La Cimadevilla que conocimos era todo un barrio chino con chino original y todo, en cuyo mesón bebíamos sake y tocábamos la guitarra y lo que nos dejaban. La música tuvo siempre su importancia en el antiguo barrio de pesquerías. Primero fueron las habaneras y las guajiras tan bien cantadas por los marineros. Luego el famoso «Trío Covadonga» -Gerardo Tenreiro, Pepín Blanco y Paco Sandoval- arrasaba de lo bien que lo hacían. Eso fue antes de que llegaran los argentinos -como Mario Montes «El Indio»- marcando pautas, repertorios y sensibilidad. La Cabaña y El Gallo fueron los puntos de encuentro de los nocherniegos. Noches inolvidables donde tomábamos «leche de pantera» -mezcla de ginebra con leche y canela en rama primero hervida y después helada-, que se bebía, como antiguamente hacían los celtas antes de inventarse el vidrio, en vasos huecos de madera, que son los precedentes del vaso de sidra.

La Cabaña, «Ven cenao. Aquí no hay salsa ni bacalao», fue toda una institución que inauguraron «Los Morenos» -Mary Loly, Paco y Julio Rodríguez Salvanés- y adonde iban a tomar la espuela después de actuar los artistas que recalaban por acá, como Dodó Escolá, Gianni Ales o el todavía superviviente «Dúo Dinámico». Julio fue un inquieto personaje que hizo de todo. En Las Palmas montó un restaurante -con espectáculo por rumbas y sevillanas- para dar fabada a los turistas a cuarenta grados y después importó la moda de los pescaítos con buena harina andaluza y arrolló en Oviedo. Eso fue antes de dedicarse a los aglomerados asfálticos. Su hermano Paco también tuvo una barra americana con cócteles, el Paco's, que luego reconvirtieron en Casa Julio en aquellos tiempos en que las sevillanas estaban muy de moda en Gijón con el inagotable Roberto como maestro, para competir con otros dos locales con sus escuelas diferentes: Torre del Oro -con Charo- y Triana, donde reinaba con su tronío granaíno la señora del doctor Caramés. También se bailaban sevillanas en la «calle de la moda de Somió», en el Piscolabis de Juan Abad.

En Cimadevilla hasta hubo el primer club de jazz de Gijón -creo que el único- el Play Boy 1, que estaba en un pequeño local muy acogedor donde ahora se ubica El Peldaño. Fue su artífice un gran barman, Alfredo González -quien publicaba en el periódico un anuncio con el cóctel de cada día ilustrado con su caricatura-, pero el alma de aquel ambiente fue el barman Paco «El Abuelo». Cuando abrió con su socio Ángel Junquera la discoteca Play Boy 2 y empezaron la diversificación nocherniega traspasaron el local. Recuerdo que lo cogió Elo -una de las camareras del Paco's- y la primera decisión que tomó fue tirar a la basura los discos de jazz porque le estorbaban y no le gustaba aquella música tan aburrida.

Antes de la rehabilitación, la renovación hostelera llegó al barrio de Cimadevilla de la mano de Fernando Martín -nuestro único Premio Nacional de Gastronomía, quien mantenía entonces la tesis, antes de crear Trascorrales, de que el barrio antiguo de Gijón tenía más encanto que el de Oviedo- cuando montó, al lado de La Cabaña y de El Gallo, El Farol, con paredes blancas al estilo del Sacromonte. Años después, Francisco Serrano Villar -de la estirpe de los populares licoreros- abrió en una tienda el minúsculo bar El Páxaru Pintu, que fue todo un boom que complementó con la discoteca en el barco «Ciudad de Algeciras», usado por las tropas fascistas que se rebelaron contra la Segunda República.

Aquellos eran tiempos en que la música en vivo se podía escuchar en numerosos locales. A los de Cimadevilla hay que añadir: La Ínsula, una parrilla en la que cantaban Gerardo Tenreiro y su esposa, María Eugenia; el Victoria, frente a la Escalerona; el Bico's, en la calle de Jacobo Olañeta, y, sobre todo, el Café-Concierto, de Felipe del Campo, José Luis Bottamino y Paco Currás. Allí dio -en septiembre de 1979- uno de sus primeros gatillazos Joaquín Sabina, al presentarse a cantar en malas condiciones y tener que irse porque el personal pasaba de él. Otro que también tuvo que huir del escenario fue Mike Ríos de los pitidos que recibió en la gala de la tarde en el Acapulco. Menos mal que Pendás, el gerente, le convenció para que no cogiera el tren expreso de vuelta a Madrid y le enseñó algunos trucos para triunfar en la actuación de la noche y así, con el paso del tiempo, convertirse en Miguel Ríos.

Gijón tenía su «ruta de las tres haches» -hembras hambrientas de hombres y hombres hambrientos de hembras- en el triángulo formado por tres pubs: Jockey, Tívoli y Nelson, que fue roto por el arte efímero del genial Chus Quirós con el Astrolabio, donde en el retrete de señoras había un espejo en el que por efecto de la luz todas se veían las más guapas del mundo. Las hambrunas de la noche se calmaban -entre copa y copa- con bocadillos de pan caliente recién hecho para que el estómago se mantuviese en su sitio y la cabeza no se perdiese por erráticos caminos. Sin olvidarnos, claro, de las sabrosas paellas -por encargo y a gusto del consumidor- a altas horas de la noche en el Arlequín. Pero ésa es otra historia que ya tengo escrita en la novela de próxima publicación: «Yo, madame Rity».