Cuca ALONSO

Si fuera preciso definir a José Ramón Fernández Costales con una sola palabra, ésta sería «un caballero». En toda línea. Discreto, elegante, siempre con la amabilidad dispuesta y la palabra ajustada. Muy reservado para sus cosas, austero y absolutamente respetuoso con las vidas ajenas; de tantas personas como fueron mencionándose a lo largo de nuestra conversación, ninguna mereció un comentario ácido ni siquiera una leve crítica. Es virtud poco frecuente la de valorar en nuestros semejantes sólo lo positivo, ignorando lo desatinado.

José Ramón Fernández Costales nació en Gijón, julio de 1946, en la calle Concepción Arenal, un edificio, esquina a Dindurra, ocupado entonces por toda la familia; aún hoy, rehabilitado, es de los más hermosos de la ciudad. «Los tres hermanos vinimos al mundo allí». De su Bachiller en el colegio de La Inmaculada es preciso hacer mención especial.

-Dígame.

-Llevo la disciplina ignaciana pegada al cuerpo. De mi experiencia con los Jesuitas únicamente me han quedado enormes satisfacciones y un agradecimiento total a la Compañía.

-¿Fue un estudiante aventajado?

-Normal, puedo decir que destaqué en lenguas muertas -Latín y Griego- y en Gimnasia. Mi hermano Javier, sí, fue muy brillante e incluso, en 1997, lo nombraron Alumno Distinguido, un título que se otorga por la trayectoria profesional, de acuerdo con los méritos reunidos.

-Parece que se inclinaba usted hacia las letras...

-Sí, pero estudié Derecho, primero, tres años en la Universidad de Cimadevilla con don Fermín García Bernardo, y el resto en la Universidad de Oviedo.

-¿Qué hace un joven abogado al terminar, colegiarse?

-Sí, pero en el servicio militar; también lo hice como jurista, aunque nunca ejercí. Pasé 18 meses en Melilla; no quise incorporarme a la milicia universitaria porque preferí emplear los veranos en conocer Europa. De este modo pude recorrer Italia, Francia e Inglaterra. Mis recuerdos de la mili no son demasiado gratos, mantuve excelentes relaciones con los moros, pero el régimen era demasiado férreo y duro. Al volver de Melilla me incorporé a la Universidad como profesor de Derecho Internacional. El catedrático era Julio González Campos, una auténtica eminencia y un gran maestro, miembro del Tribunal Constitucional.

-¿Se sentía cómodo ejerciendo de docente?

-Sí, alternaba el trabajo de la Universidad dando clases de Francés y de Introducción a las Ciencias Jurídicas en el colegio de la Inmaculada; ésta era una idea de los Jesuitas para que los chicos fuera familiarizándose con las asignaturas de su próxima carrera. Naturalmente también se impartían otras especialidades. En mi materia tuve alumnos muy destacados, como es el caso de Adolfo Menéndez. Pero el año 1975 señala el abandono de la docencia. Me fui a Francia para hacer un master de Comercio Exterior, y una vez obtenido volví a las aulas como profesor de Derecho Financiero en la Escuela Universitaria Jovellanos.

-¿No lo había dejado?

-Esa era mi intención, pero me solicitaron para formar parte del gabinete del presidente Pedro de Silva.

-Otro alumno de los Jesuitas...

-Sí, éramos compañeros y amigos. Aparte, como presidente le guardo gran admiración. Me nombraron director general de Comercio, manteniéndome en el puesto las tres legislaturas que encabezó Pedro de Silva. Trabajé a tope, Pedro era muy exigente, y con razón; con él nunca se perdía el tiempo.

-¿Pertenecía usted al Partido Socialista?

-No, soy una persona liberal y liberada, nunca he tenido ninguna atadura, lo que me permite asumir cargos de alta gestión. En 1991, al producirse el cambio en la titularidad y ocupar ésta Antonio Trevín, me nombraron director de la Ciudad de Vacaciones de Perlora.

-¿No significaba un retroceso en su carrera pública?

-No, era una encomienda complicada, su gobierno estaba demasiado sindicalizado y no fue una experiencia que se pueda calificar de feliz. Tras este trabajo, siendo consejero de Industria Jesús Urrutia, ya bajo el mandato de Vicente Álvarez Areces, fui director de la Red de Centros de Empresas Públicas del Principado hasta este año, en que voluntariamente me prejubilé.

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