En las escasas lecciones de periodismo que recibí, siempre se me previno sobre la utilización de la primera persona. El yo debía quedar sepultado por la importancia de lo narrado, a la que el plumilla no debía robar un ápice de protagonismo. Siempre me pareció una regla tan llena de excepciones que éstas podían acabar enterrándola en el cofre de los buenos propósitos. Decía Bergamín que él era subjetivo porque había nacido sujeto y que para ser objetivo tendría que haber sido un objeto. Tal vez de lo que se trata es de que el mensajero quede oculto por el lenguaje, no vaya a ser que alguien desee verle muerto como testigo molesto. Lo cierto es que yo pasé por allí, vi el cuerpo boca abajo, como queriendo volver a la tierra a través del frío mármol, y una mano muy pálida como la sábana que la cubría, con los dedos crispados aferrándose al aire de la vida, al último momento de la existencia. Era un sábado tempranero, de olor a tinta de periódico y pan tierno. Los diarios si dijeron la verdad, para levantar el cadáver interrumpieron el tráfico por culpa del coche fúnebre y yo recordé aquella canción de Nacha Guevara que decía «murió a contramano interrumpiendo el tráfico». Al parecer tenía veinticinco años y «murió a contramano interrumpiendo el sábado». Era amigo de una persona que había fallecido en aquel mismo sitio la noche anterior, amortajado con el único techo que los bancos prestan gratuitamente. Nuestra civilización occidental es una especie de lugar mítico de abundancia, la del muro que da dinero y los grifos de los que mana cerveza sin interrupción. Es un sarcasmo que estando tan cerca de la fuente del bienestar acabaran en la laguna Estigia de la que nadie vuelve, sin una moneda que darle al barquero. Borrachos de sed, apurando el Don Simón de un presente sin futuro. Probablemente les hayamos visto, o quizás al verles hayamos vuelto la cara o acelerado el paso, en sus ranchitos de cartón, como juguetes rotos a los que el destino ha jugado una mala pasada, tiznados de abandono y temblando de pena o de alcohol. El eclipse económico no nos debería hacer más insensibles al mal ajeno, más bien al contrario. Al superjuez Carlos Divar no le deja tiempo su misa diaria para pensar en todos los nazarenos contemporáneos que en el mundo no tienen acceso a la justicia. Es fácil sentir piedad por un judío crucificado hace dos mil años, y resulta bastante más complicado tender la mano a nuestro vecino. El presidente de la Audiencia Nacional discrimina la «casa ajena» y la «casa propia», como si la justicia no fuera un bien universal y extraterritorial que atañe a cualquier ser humano con conciencia. Según don Carlos, «no nos podemos convertir en gendarmes judiciales del mundo», está claro que un solo país no puede acabar con todos los abusos y tiranías del mundo, pero el simple intento a muchos nos hace sentirnos orgullosos de ser españoles. Otros se conforman con ganar la Eurocopa. Allá ellos.