En el viejo Gijón fue de uso corriente el disponer entierros y bodas muy de mañana, antes, incluso, de la llegada del alba.

La costumbre fue propia tanto de la villa alta, barrio de «la salazón y del ingenio solidario», como de «baxovilla», el de la banca, el crédito industrial y los hotelitos de El Arenal.

A las seis y media de la madrugada de un gélido 16 de diciembre de 1892 se efectuó la solemne conducción de la calle Corrida al cementerio «general» del cadáver de Anselmo Cifuentes Díaz, el «Gran Capitán» que mandó el Gijón decimonónico. Efectuóse iluminada la escogida concurrencia con hachones de la mejor cera.

El solo nombre de don Anselmo valía más que el crédito municipal. Y sin embargo, y a pesar de ser el alma de casi todas las cosas, no desechó perder parte de su tiempo «sirviendo» como edil a su villa, a la que todo le dio, hasta los planos de la traída de las aguas de Llantones.

Mire el lector curioso si este Anselmo era «alguien» en el mundo del «dinero» que cuando la venida a Gijón del rey Amadeo, el Consistorio comprobó con terror que carecía de recursos para hacer frente a los gastos de la «venida», unos concejales querían ir a un empréstito para atenderlos, y otros, los borbónicos, lo que querían era sencillamente tirar al rey italiano al agua de la mar salada. Fue entonces cuando se levantó de su silla curul el buen don Anselmo y con voz poderosa, para que constara en acta, dijo escuetamente: «Si el Ayuntamiento de Gijón no puede, yo corro con los gastos».

Justo siete años después, y a las siete de la mañana del día 9 de septiembre de 1899, como quien dice recién inaugurada la gran Exposición Regional, era enterrado en el cementerio de Cabueñes, «en acto conmovedor y melancólico enmarcado por una naturaleza que sonreía a la tragedia con las primeras luces del alba», su yerno, el buen republicano salmeroniano que fue Vicente Innerárity. Muchas personas de toda clase, republicanos, obreros y burgueses, y amplia representación de las «familias», hicieron el fúnebre desfile alumbrados por los faroles de los coches que acompañaron la carroza de aquel hombre de 48 años, tan rico en bienes como en sueños.

Quizá el último entierro notable «de madrugada», después del de Fredesvinda Cifuentes y Caveda, la esposa de Florencio Valdés, fue el del doctor Octavio Bellmunt, el señor de la calle donde estuvo su imprenta, que dio a luz, entre otras maravillas, la monumental «Asturias», mientras él ayudaba a alumbrar a cientos de nuevos gijoneses y gijonesas. Buen médico, buen republicano, buen gijonés (¿acaso fueron antaño republicanos todos los buenos gijoneses?; alguno, quizá no), enterróse casi entre multitudes, a las 6 de la madrugada del 10 de octubre de 1910, en plena oscuridad, rota por sus amigos y correligionarios vela en mano.

Y como boda madrugadora, entre las muchas que hubo, celebradas con opíparos desayunos y almuerzos en las casonas burguesas, y con los bollos de Fernando en las humildes, traigo la imaginaria que Manuel Vega, el hijo del concejal hotelero, nos presenta en su novela «El corazón Playu», la del buen Marcelo con la Bilbaína, una mujer honrada que hasta la boda y por necesidad ejerció la prostitución en la casa de la Atanasia.

La boda, acompañada de cuatro vecinos, padrinos y novios, celebróse de madrugada en la capilla de la Virgen de la O, donde San Antonio de Padua y la pila bautismal de San Pedro, cuando «aún lucían en las calles los faroles-guías y se balanceaban en las paredes las sombras aburridas de los serenos».

Quizá fuera oportuno, ahora que los días crecen, que recobrando estas costumbres madrugadoras de nuestros ancestros la «xana de la plaza Mayor», como el recordado Peltó gustaba nombrar a la señora Alcaldesa de la villa, convocara las sesiones del Ayuntamiento Pleno con «las del alba», por ver si a horas tan primeras estaban más dulces los «humores» populares, evitando a la villa la pesadilla de tener que sufrir a media mañana despechos, desplantes y desfiles.