«Réquiem» de Verdi. Expectación y velada perfecta la de anoche, que ha de pasar a los anales del teatro Jovellanos como un extraordinario acontecimiento. Si el espectáculo se hubiera montado en el Lincoln Center, diríamos, claro, es que hay que venir a Nueva York para disfrutar de una belleza tan perfecta. Y, ya ven, estamos aquí, en este cantón milenario y no se nos mueve ni un pelo del tejido vanidoso; sólo sentimos las emociones que nos despierta el asistir a tanta y tan pródiga hermosura.

Lleno absoluto y por una vez, hemos de decirlo, comportamiento impecable del público, ni hubo un móvil indiscreto, ni se oyó el caramelito de marras, ni las butacas, mudas, hicieron el más mínimo brindis; un réquiem, en este caso, a la memoria de sus antepasadas.

El escenario se había desdoblado para dar capacidad a las casi 150 personas que lo ocupaban, aparte del instrumental, de manera que casi sobresalía de los proscenios; esta movilidad es una de las ventajas adquiridas en las recientes reformas. Los primeros en ocuparlo fueron los integrantes del Orfeón Donostiarra: los varones, ataviados de negro; ellas, de absoluto blanco. Creo que conté 82 cantores, con mayoría masculina. A continuación, la Orquesta Sinfónica «Ciudad de Gijón» tomó posiciones, y la concertino, Verónica Sanmartín, fue marcando los tonos. Salieron los solistas, y por último, nuestro querido Oliver Díaz; desde ayer aún más admirado. Estupendo dentro de su frac.

Batuta en alto, y comenzó la fiesta con un inicio sublime; el piano pianísimo de las voces blancas, poco a poco in crescendo, y los violines marcando la melodía... Es imposible no rendirse al espectáculo. El primer solista en intervenir fue el tenor italiano Mario Malagnini, magnífico de voz y técnica, aunque creo que es un intérprete para mayores argumentos, parecía que él mismo se obligaba a envainar su voz. El bajo, Martín Tzonev, sensacional; ya era conocido del público gijonés, pero no recordamos haberle escuchado tan pleno de facultades; sin duda, ha crecido o el asunto le iba como un guante. Fantástica también la mezzosoprano Lola Casariego, guapa, elegante, genial de registros; junto a Svetla Krasteva ofreció bellísimos pasajes. Y he de dejar a ésta, Svetla Krasteva, para el último lugar, ¡qué noche tuvo! Es asidua del Jovellanos, pero cada vez que nos visita se supera. Siempre me ha recordado a la actriz Annette Bening, sobre todo en sus gestos, y anoche estaba aún más guapa, envuelta en marabúes negros, sensible y depuradísima.

El Orfeón Donostiarra, ya se sabe, es un lujo. Tiene las cuerdas perfectamente equilibradas, de norte a sur, es un prodigio de empaste, y son 80, de disciplina, y sobre todo de matización. En el «Responsorium», respondiendo a la oración de la soprano, o uniéndose a su súplica nos conmovieron hasta las lágrimas, pese a que Verdi no quiso provocar penas con esta composición; más que un lamento por la muerte de Rossini, es un homenaje a su memoria, en clave de oración. El resultado es algo fastuoso, de total espectacularidad. Al final, después de aquel susurro entre la soprano y el coro, el público estalló. No era para menos, los aplausos y ¡bravos! se alargaron en interminables.