Será deformación profesional; exceso de cabriolas diarias de surfero sobre las espumas de la mar del arte contemporáneo, pero lo cierto es que al percibir por el rabillo del ojo en el cuerpo de una noticia las palabras «calavera», «joyas», «vender» y «estafa», la atención se me desvía. Al final, claro, tratándose de la sección de local como se trata, no hay nada sobre Damien Hirst y sus carísimos cráneos forrados de piedras preciosas: es una simple estafa periurbana en la que un joven rumano es cazado mientras colocaba unas joyas calaveriformes que pretendían ser de oro macizo, cuando en realidad eran sólo cáscaras bañadas en oro y rellenas de estaño con una falsa zirconita tapando el ojo pirata por el cual se inyectaba la ganga. No sé si sería él personalmente quien se curraba las calaveras de palo, pero me gusta pensar que sí para contraponerlo en mi teatrillo moral al listo Hirst, que vigila desde un alto su factoría de curritos, seguramente malpagados, mientras sueldan diamantes auténticos a una falsa obra de arte por la que nadie, nunca, conseguirá llevarlo al trullo.