Marcelino Laruelo Roa, en adelante solamente Marcelo, habla alto, como buen gijonés. A veces tanto que cuando uno transita por el barrio del Carmen puede saber el local en el que está libando una pinta de vino y soltando la lengua sobre lo que le apetece para general conocimiento de los parroquianos.

Conozco de lejos a este gijonés que vive por la parte del Parrochu, nacido en la calle Contracay, de donde es originaria su madre y Bajovilla empieza a trocar en Cimavilla, y ahora que piden un perfil de Marcelo se me antoja como el «caballero sin espada» que interpretó Stewart en la película de Capra, a pesar de que ya no cumplirá el medio siglo y guarde muchas cicatrices en la memoria este hijo de un gijonés de La Calzada que trabajó en las oficinas del Dique Duro Felguera.

Quienes le conocen bastante mejor que quien suscribe no dudan en señalar al tal Marcelo como un tipo de los que si condujera por el carril contrario haría dudar al mundo de que no es él quien va mal, sino el resto. Hace años se negó, a las siete de la mañana, cuando conducía hacia el trabajo, a soplar en un control de alcoholemia. Ganó el pleito a los uniformados.

Pero a estas alturas del relato el lector avezado se estará preguntando a qué obedece esta semblanza de un gijonés que no tolera el abuso ni la injusticia, militante en la clandestinidad del franquismo en movimientos sindicales y políticos. La respuesta está en la mar, mejor dicho en el fondo marino local, de donde los constructores del superpuerto de El Musel están chupando 24 millones de metros cúbicos de arena, y eso, amiguinos, no lo tolera Marcelo.

Lleva meses porfiando con los fiscales para que abran causa a los responsables de la obra, y como el tipo es empecinado, los jerarcas muselinos harían bien aprovisionando el botiquín del edificio portuario del paseo de Claudio Alvargonzález con varias cajas de analgésicos para el dolor de cabeza.

Y es que Marcelo es un veterano en esto de plantar cara a quien se ponga por delante. Le conocí a finales de los ochenta, cuando formaba parte de la plataforma contraria a la construcción de un dique semisumergido en la playa de San Lorenzo, obra que el entonces alcalde -que llegaría a presidente del Consejo de Gobierno del Principado y recientemente a Príncipe de Asturias en la prensa de la República Dominicana- pretendía plantar en la mar para ganar arena en la concha.

Otro Marcelo, de apellido García, a la sazón concejal de Ecología y Medio Ambiente, tuvo que comerse a medias con Álvarez Areces el pretendido dique, del que nunca más se supo.

Por las mismas fechas, Marcelo Laruelo, que es perito mercantil y trabaja como técnico de instalaciones de gas, emprendió, en compañía de otros, batalla contra la construcción de la primera gran urbanización de chalés adosados del concejo en El Rinconín. Y sin pelos en la lengua declaró en LA NUEVA ESPAÑA que «El Rinconín es el mayor escándalo urbanístico de la época socialista».

Perdió aquella contienda y recuerdo que en las venerables salas del Ateneo Obrero casi llegó Marcelo a las manos con el promotor de los adosados, otro gijonudo que editaba libros desde Cimavilla.

Naturalmente, hay quien considera a Marcelo un atorrante y un mal gijonés por oponerse a las obras que engrandecen la ciudad y al puerto, pero se equivocan; este tipo de vecinos de la villa encarnan la idiosincrasia más local: hipercríticos con todo lo que les parezca lesivo para Gijón y ajeno al sentido común, pero capaces de partirse la jeta con cualquiera que hable mal de su ciudad al sur de la raya de la Venta del Jamón.

Tirando a zurdo en sus ideas, por donde escora Bakunin, como le cantó Aute a Sabina hace casi una eternidad, Marcelo tiene vocación de historiador y ya sacó cuatro libros, que edita y distribuye, a los escaparates de las librerías. Son historias de perdedores, como los personajes de las películas de John Huston, con los que Marcelo se identifica, a pesar de que podía, como el común, vivir sin buscarse problemas y ni malquereres. Pero este Marcelo es así, y lo habrá para largo... Hablando alto.