Qué ligeros vivían nuestros antepasados, para quienes el tiempo era, sin más, el discurrir de la propia vida desde el momento del alumbramiento hasta el de la muerte bajo el Tiempo -con mayúsculas- eterno de los cielos que giraban, las cosechas que crecían, las hojas que caían y las nieves que regresaban. El concepto de un tiempo histórico, muy tardío, trajo también las nociones del prestigio del pasado y la perfectibilidad del futuro: desde entonces vivimos acogotados por lo de siempre -la vida y la muerte, el peso del momento, la nostalgia de lo perdido, la ansiedad ante lo que viene- y además por lo que fueron y produjeron hasta nuestros más remotos antepasados y lo que merecen nuestros más distantes sucesores. Oportunismo político e idioteces tribales al margen, el escándalo que provoca el hallazgo, arrumbados en un agujero de la Campa Torres, de unos restos que en su tiempo eran ya ganga y que el Tiempo mismo había olvidado resulta conmovedor. A qué sulfurarse tanto; la vitrina del museo es, no menos que ellos, parte de la gran escombrera del Universo.