El amor es el termómetro que mide la profundidad de nuestro cristianismo. El amor a los hermanos no es una más de las actitudes positivas que debe adoptar el cristiano. La caridad no es una virtud más, sino la que anima a las demás virtudes. Juan el evangelista nos dice que «sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos». El mismo Juan nos define a Dios con la más breve, acertada y profunda definición. «Dios es amor». Dios es feliz dándose, amando. La felicidad del hombre, como la de Dios, se encuentra en la donación a los demás.

Sólo el amor es la fuerza renovadora que puede transformar el mundo. Sólo así, dialogando, respetándose, amando, es posible la utopía del cielo nuevo y la tierra nueva.

En los primeros tiempos de expansión del cristianismo, las comunidades cristianas vivían en un ambiente de gran precariedad. No tenían libros, ni reglas, ni normas, ni templos, ni capillas. Se reunían en casa de un vecino, donde celebraban la fe, sentían la presencia del Señor y se esforzaban por quererse como hermanos». Mirad cómo se aman, decían los vecinos hablando de los cristianos. «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo. Lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenían. Todos eran muy bien mirados por el pueblo. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común. Vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno».

Los antiguos catecismos decían que la señal del cristiano era la Santa Cruz, esa cruz referente del amor supremo y de la entrega total, esa cruz imaginaria que hacemos cuando salimos de casa, al comenzar un viaje, al bendecir la mesa, al entrar en la iglesia. Podemos quitar y poner distintivos, hábitos, gestos y emblemas. Jesús nos dice que la «señal del cristiano es el amor, en eso reconocerán que sois mis discípulos, que os améis unos a otros como yo os he amado».

El amor nos iguala a todos sin complejos de inferioridad ni afanes de engreimiento. Nadie es superior a nadie. El gran escritor Gabriel García Márquez nos dice: «He aprendido que un hombre sólo tiene derecho de mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudar a levantarse».