A Rafael Somoano no le gustaba que le preguntaran la edad. A duras penas, respondía con una forzada sonrisa. Sus modales fueron, en toda circunstancia, exquisitos. Parecía una persona que tomaba cada mañana el elixir de la juventud. Caminaba erguido, con paso decido y apurado, como si fuera a hacer algo muy importante que tuviera pendiente. Vivió con intensidad y tesón sus 93 años largos, aunque, al final, ciego y con dificultades para alimentarse, pero lúcido de cabeza, deseaba con verdadero espíritu cristiano que llegara el momento del encuentro definitivo con Dios. Dos momentos de su longeva vida fueron traumáticos para él: la jubilación de profesor en el Seminario, obligada a los sesenta años, por los estatutos del Centro de Estudios Teológicos afiliado a la Universidad de Salamanca, y tener que admitir, elaborar y tramitar la reforma de los estatutos capitulares del Cabildo Catedral para la que él había sido elegido con ese carácter temporal. La misión fue larga y ardua. Una vez aprobados, habría que proceder a la elección del nuevo presidente del Cabildo. Mucho le costó aceptar en sus esquemas el cambio notable del Vaticano II, por el que esa noble y antiquísima institución pasó de ser el senado de consulta obligada del Obispo a mantener la custodia y decoro del primer templo de la diócesis y la atención y cuidado de su culto y pastoral. Su mentalidad era de que en la Iglesia, las responsabilidades y tareas, para las que uno se había preparado y se le habían encomendado y, máxime, si demostró méritos, eran para siempre.

Don Rafael fue un hombre de acusadísima personalidad, con un perfil muy característico, de convicciones muy profundas y razonadas, inconmovibles, defensor de «la verdad» y combativo con el error, aunque con afable respeto, de lenguaje selecto y superescogido (se decía que repasaba en sus tiempos libres el Diccionario de la Real Academia), de religiosidad y fe troqueladas, de palabra y fidelidad firmes e inquebrantables.

Dos fueron, principalmente, sus predilecciones: la enseñanza, en la que ser profesor era para él una distinción y cualificación entendida y valorada al modo alemán, como hert Universitäts professor; y la Catedral, la Sancta Ovetensis, como le gustaba nominarla, a la que dedicó todo su esfuerzo e ilusión visitando despachos y entrevistándose con personas en busca de ayudas para mantener y restaurar, sin duda, el edificio más bello del Principado. Podemos emular el dicho aquel de don Rafael o el honor y dignidad de la Catedral.

Nacido en Arriondas, inició sus estudios en Valdediós, Oviedo y los finalizó en la Universidad Gregoriana de Roma, con una formación filosófica y teológica bien trabada en el pensamiento escolático que acuñó todo su modo de razonar y enseñar y hasta de hablar y dialogar. En la Ciudad Eterna, en la basílica de San Juan de Letrán, recibió la ordenación sacerdotal el 21 de marzo de 1942 y celebró su primera misa en la capilla del Colegio Altems, sede de los estudiantes diocesanos españoles en Roma. Recuerdo haber ido con él, en uno de los viajes, a visitar aquella capilla y ver la tristeza que le inundó al no poder entrar por las obras de acomodo al museo en el que se ha convertido ese noble edificio por el que pasaron las mejores generaciones de profesores de los Seminarios españoles. Le tocaron los primeros años de Pío XII, entonces imagen e icono del actuar de la Iglesia. Fue una referencia para toda su vida. No así, para él, Pablo VI.

Ese mismo año, al volver a Asturias, comenzó enseñando latines en Tapia y Valdediós. Se le encomendó alguna asignatura en teología, pero sería, principalmente la filosofía, en sus asignaturas de Ética y Teodicea, las que se llevarían su amplísima dedicación profesoral. Con sus férreos silogismos escolásticos, sentaba al mismísimo Manuel Kant en una silla virtual del aula, y le sometía a un laborioso escrutinio de sus ideas y tesis ideológicas que él, en un diálogo imaginado, iba desmontando. Constituía la delicia de sus alumnos. Todos recuerdan y alaban aquellas clases entretenidas y sapienciales. Las nuevas filosofías ya no fueron del agrado y dedicación de Rafael. Le parecieron demasiado fugaces e inconsistentes. Para él solo una era válida, la «perennis».

En el mundo de la enseñanza civil, fue capellán en el Colegio Mayor Valdesalas durante quince años (1950-65), siendo rector del mismo Fernando Suárez, luego ministro y político. Con él mantuvo siempre una gran amistad. Más tarde será capellán y responsable de la formación religiosa de la Universidad. Pero ésta no era ya la que él pensaba y en la que había soñado exponer con rigor el dogma y la doctrina católica. Corrían otros vientos e imperaban otras ideologías. Con gusto hubiera debatido con algunos de sus insignes catedráticos sobre el pensamiento actual. Apasionado por el derecho para el que estaba especialmente dotado, se doctoró en esta materia, en 1976, con una tesis que tuvo mucho eco por sus planteamientos tradicionales y conservadores: «Pacifismo, guerra y objeción de conciencia a la luz de la moral católica», que le dirigió el catedrático Luis Legaz Lacambra.

A la Catedral llegó por oposición y con preparación sobrada. Se le encomendaron algunas tareas sorprendentes como delegado de ecumenismo y de las misiones populares, él que profesaba una eclesiología del Vaticano I y con inclinación al mundo intelectual. Pero la disponibilidad era su actitud y virtud. Fue un orador brillante, a la manera ciceroniana, en cuyas exposiciones doctrinales se discernían con facilidad las pasos clásicos de la retórica. Las pronunciaba con voz entonada y solemne, adornadas con metáforas hábilmente rebuscadas y con hilazón perfecta. La Catedral fue la niña de sus ojos. Pocas personas, a lo largo de su historia, hicieron y se desvivieron tanto por ella. Su elección y nombramiento como deán le dio todas oportunidades para demostrar su valía y capacidad para ese cometido. Presentaba las necesidades -muchas e importantes- de ese templo que sufrió un desolador deterioro en la contienda civil, de tal manera que contribuir a sus obras no era un favor, sino un honor.

Tuvo como encomienda el ser consiliario de la Adoración Nocturna durante muchos años. Aquí dejó entrever una de las vetas más marcadas de su espiritualidad y que precipitó más sedimento en su corazón. Cuentan los que le atendieron en los últimos meses que hacía esfuerzos por no olvidar y rezar frecuentemente, en latín, la oración propia de la bendición del Santísimo Sacramento y su libro de las Horas quedó marcado en el día de la fiesta del Corpus Christi. La eucaristía es el viático para el camino. El que recorrió como hidalgo caballero con fidelidad a su Señor.