En el espectáculo circense que convoca cada día el Gobierno de España a Zapatero le toca desempeñar papeles sucesivos de notable riesgo en pistas distintas. Salta del trapecio de la subida de impuestos en doble o incluso triple pirueta, y en función pública pasa de la cuerda floja al alambre con la red escasa del recorte funcionarial. Y sin tiempo de recuperar el resuello, pone en Bruselas el cuello debajo de la pata mastodóntica del elefante franco-alemán para, de vuelta al solar, compadrear con los sindicatos para que no se le haga añicos la ya escasa porcelana del empleo, que baila nerviosa sobre el palillo. Y mientras, España partiéndose a trozos, como la maniquí a la que un mago de la impericia cortara en pedazos con el serrucho o con cuchillas afiladas. Semejante ejercicio de funanbulismo no puede acabar bien para un artista que jugó de farol y se quedó sin ases en la manga. Hasta hace poco le fue bien a Zapatero el disfraz de ilusionista, pero ya no paran de crecerle los enanos.