Hay quien camina por el bosque y sólo ve leña para la hoguera. Otros erguimos la cabeza, como gesto de homenaje y respeto, ante árboles antiquísimos que dictan con sus ramas lecciones de geometría y muestran desde su copa un atlas de vegetal anatomía, como si sus vértebras frondosas pretendieran el abrazo fraterno de aires invisibles. Se me viene esta reflexión a la memoria respetuosa de los monumentales carbayos del Tragamón, imponentes ejemplares de fama druídica, testigos silenciosos de las últimas centurias del acontecer de Gijón. No existe el tiempo para los árboles, tótems sin edad que cuentan sus días por siglos. Los robles del Tragamón, parientes del «kaer quez» de los celtas, han tejido leyendas y descrito mitos, ejército circular de soldados quietos. Al asomo de su hemiciclo de ancianos venerables se tomaron decisiones colectivas cuando el otoño coloreaba de ocres su lienzo o ejercía de parasol su verde fronda al avance de la primavera. Cada árbol centenario del Tragamón lleva escrita en su corteza la caligrafía de la Naturaleza, sólida, rotunda y perdurable.