Los últimos acontecimientos sucedidos en la ciudad de Jerusalén eran hechos reales: Jesús de Nazaret era condenado a morir en la cruz y la sentencia, que se cumplió en la tarde del Viernes Santo, encerró a los discípulos a cal y canto, llenos de miedo por temor a los judíos, a la espera de tiempos mejores. La Resurrección de Jesús devolvió la alegría a los amigos, rompiendo toda clase de miedos, decepciones y cansancios.

El Evangelio de Juan nos dice que la noche y el miedo tenían encerrados a los discípulos, pero el encuentro con Jesús resucitado abrió las puertas cerradas y alejó la angustia del miedo, devolviendo la ilusión y la esperanza.

Todos necesitamos una especie de sacudida interior que nos despierte y nos quite el miedo a perder nuestras falsas seguridades, el miedo al cambio, a lo nuevo, al futuro, miedo a abrir puertas y ventanas, miedo a romper barreras y destruir muros de intransigencias e intolerancias.

Los discípulos de Jesús habían enterrado algo más que una idea. Habían enterrado al Señor y con Él un sueño maravilloso: el sueño del hombre nuevo, el que no sólo promete la vida sino que la da. Con la resurrección de Jesús, sus seguidores tuvieron la experiencia de que, el que enterraron, vive y sintieron que el sueño se había convertido en realidad. El miedo se convierte en coraje y las barreras lingüísticas y conceptuales desaparecen y en el Espíritu de Jesús se reúnen hombres y mujeres, procedentes de todos los pueblos, para formar el nuevo pueblo de Dios.

«Paz a vosotros. Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros». Hay en el saludo, no reproches ni quejas por el comportamiento cobarde de los discípulos, sino el deseo de comunicar la paz y la presencia del espíritu de la verdad y de la vida, del Defensor que estará siempre con nosotros. «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi padre. Por vuestra parte permaneced en la unidad hasta que seáis revestidos de poder de lo alto».

El mejor don que nos ha hecho Jesús es su Espíritu. El Espíritu de la alegría y de la esperanza. Él transformó aquella comunidad de Jerusalén. Aquel día, el Espíritu Santo tomó posesión de aquella comunidad y la llenó de vida.

Todos necesitamos escuchar un mensaje nuevo que podamos entender todos. Necesitamos un nuevo Pentecostés, una nueva experiencia de reencuentro con Jesús, que nos devuelva la alegría. Hoy, al evocar la experiencia gozosa de los primeros cristianos, se nos invita a ser siempre dialogantes, comprensivos y abiertos a todos. No nos entendemos, cuando la palabra deja de ser un mensaje, un signo, para convertirse en un ruido.