Se cuenta en una de las biografías de San Agustín que en cierta ocasión en la que el obispo de Hipona paseaba por la playa del norte de África, dándole vueltas al concepto insondable de Dios, intentando encontrar la palabra precisa, el concepto adecuado que definiese la divinidad, se encontró con un niño, que jugaba en la playa con un pequeño caldero de madera. ¿Qué haces, niño? y el niño le contesta: «estoy intentando meter todo el agua de este mar en este pequeño caldero». «Esto es imposible», le responde San Agustín. «Sí, ya lo sé». Le dice el niño, «como también es imposible intentar que nuestra débil inteligencia pretenda abarcar la infinitud de Dios».

Todas las religiones pretenden darnos a conocer a Dios y nosotros, los cristianos, afirmamos que Dios es Padre que ha manifestado su amor en su Hijo Jesucristo y que nos da su Espíritu para llevar a plenitud nuestra esperanza.

La imagen de Dios no queda reflejada en el individuo aislado, sino en la comunidad humana, en la que descubrimos la presencia del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, evitando el egoísmo que impide la unidad respetando las diferencias necesarias e inevitables.

Esta es la esencia de nuestra fe cristiana: un solo Dios, que, en cuanto Padre, crea familia, en cuanto Hijo, crea fraternidad y en cuanto a Espíritu Santo, crea comunidad.

Frente a un Dios apático, frío y distante, frente a un Dios, motor inmóvil que mueve el mundo, como si éste fuese un reloj, una máquina, frente a un Dios garante de la ley y la norma, el Dios que se nos revela en Jesús es un Dios de amor fecundo, que es el campo ideal para crear entre todos una nueva sociedad, alternativa, austera y solidaria.

La experiencia del Dios Trinitario impregna toda nuestra vida, desde el momento del bautismo y su amor infinito, que se entrega y se expande, que es don y generosidad, debe llenar de inmensa alegría nuestra vida por la promesa cumplida que nos asegura la permanente presencia de Jesús: «mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

Damos gracias a Dios porque no es un ser nebuloso, lejano, impersonal, sino un amor fecundo, que tiene su fruto en el Espíritu Santo, en el que el Padre y el Hijo se encuentran. La Trinidad es relación personal que constituye la raíz de la comunidad universal.