J. M. CEINOS

El próximo martes, 1 de junio, cuando el Equipo Municipal de Salvamento comience su labor de vigilancia diaria en las playas del concejo, dará comienzo la temporada oficial de baños de 2010 y, con ella, la invasión de los arenales por decenas de miles de bañistas.

Arranca el tiempo del destape tras los rigores del invierno. Así es desde hace muchas décadas, aunque en los tiempos de los abuelos lo de «enseñar palmito» tenía sus limitaciones. Pero quien piense que el «relajo» de las costumbres se inició sobre los regodones de la playa de Peñarrubia, allá por los años de la transición política, se equivoca.

Fue habitual en los periódicos gijoneses aprovechar la «Semana grande» para sacar a los quioscos números extraordinarios agosteños, con más páginas, en las que tenían cabida asuntos como el publicado por «El Noroeste» en su extra del 15 de agosto de 1930, cuando Alfonso XIII aún se sentaba en el trono, pero la Segunda República ya acechaba entre bambalinas.

A las seis columnas de la plana, Martín de Ygarza firmó una crónica, salpicada de fotografías playeras de J. García, en la que bajo el títular «El encanto de la gran playa gijonesa» como excusa, hacía un gran elogio del «naturismo en las playas», que entendía el autor del texto como el camino «hacia la nueva moral».

Por aquellos años, cuenta en su libro «La Alemania de Weimar» el historiador Eric Weitz, «la población, que se había convertido en una "sociedad de masas", tenía la oportunidad de asistir, y por decenas de millares, a espectáculos deportivos, combates de boxeo o partidos de fútbol, que también eran retransmitidos en directo por la radio y de los que informaban los periódicos. Y quizá, pero sólo es un suponer, la atención que en esa época se prestó a los cuerpos sanos y atractivos, ya fueran masculinos o femeninos, puede haber sido una especie de reacción psicológica en masa contra los desastres provocados por la Primera Guerra Mundial, con la presencia de heridos de guerra mutilados, ciegos o con el rostro parcialmente desfigurado (...) En cualquier caso, la liberación y exhibición del cuerpo tuvo lugar según aquella curiosa mezcolanza tan propia del periodo de Weimar».

Se desconoce si Martín de Ygarza estaba al corriente de la lectura de libros como «El matrimonio ideal», del médico holandés Theodor Hendrik van de Velde, o «El hombre y el sol», del alemán y ferviente defensor del nudismo Hans Surén, pero, en su crónica, dejaba claro a los gijoneses de hace 80 años que lo que había que hacer era atenerse «al parecer del sabio doctor Ramón y Cajal, que dice grandes medios son el sol y el aire, el silencio y el arte; a ellos le debió su curación de una tuberculosis que padeció de joven».

Pero para ello, decía el cronista, «es necesario desgarrar los velos de la vieja moral para ahuyentar la hipocresía de la sociedad actual y realizar una educación física de más amplia libertad, para conseguir una familia humana (sic) fuerte, saludable, inteligente y feliz».

Y abundaba ya con el arenal de San Lorenzo para pedir «algunas tolerancias» que «en nada habrían de perjudicar el mundial renombre de nuestras incomparables playas del Cantábrico, sino por el contrario, serían más beneficiadas, atrayéndose infinidad de familias españolas y extranjeras que buscan en las playas fronterizas francesas, dichas comodidades que, por ahora, en España les es difícil encontrar, complementadas con otros recreos también prohibidos».

En la defensa de su teoría de caminar hacia una moral más progresista, Martín de Ygarza engarzó en su página varias fotografías de jóvenes en traje de baño posando en la playa de San Lorenzo, cuando, ya se sabe, las ordenanzas municipales y de las otras autoridades competentes en la materia eran entonces muy expeditivas al respecto de enseñar la epidermis. «Sobre el rocaje en que se recuesta el muro de la iglesia de San Pedro, esta espléndida bañista dora al sol la seda de sus carnes opulentas, antes de chapuzarse en la brillante esmeralda del Cantábrico» es el pie de una de las fotografías. Otro: «Estas encantadoras nenas gijonesas, aprovechan el reposo del baño de sol, para contarse algo que les pasó la noche anterior en la calle Corrida, y además reírse de los cavernarios y de los guardias de la porra».

En extraordinarios de agosto de años sucesivos, «El Noroeste» siguió publicando fotografías de bañistas en la playa de San Lorenzo, que, para la época, eran, a buen seguro, una visión muy reconfortante para los caballeros.

Pero volvamos al 15 de agosto de 1930, a la crónica de Martín de Ygarza, para entresacar párrafos como los siguientes: «La inmoralidad no consiste en que las señoras se exhiban con un traje de baño más o menos corto y escotado, sino de aquellos que dirigen miradas lascivas y hasta frases groseras y procaces (...) Hay que abogar por la semidesnudez en provecho de una bien medida educación física, para que el tipo de belleza se aproxime al de salud (...) La desnudez en las playas nunca resulta obscena si no se hace ostentación de ella con posturas incorrectas y provocativas..».

Pero en los suplementos veraniegos no todo era, claro, hablar de cuerpos esculturales. También había espacio tipográfico para el buen comer en Gijón, y en «El Noroeste» se hablaba de ello aquel 15 de agosto de 1930: «Desde hace no muchos años, tiene fama Gijón, para los elementos forasteros, de ser uno de los pueblos donde mejor se come (...) Lo venimos oyendo de continuo a nuestros visitantes: la cocina gijonesa es excelente -exclaman-; aquí se come muy bien, no sólo en los restoranes, sino hasta en los chigres».