Como habíamos visto esta primavera en la Galería Cornión («Gigia. Mapas íntimos de Gijón», del 11 de marzo al 10 de abril), Carmen Castillo atiende la prédica sobre las cabezas que le cantaba Javier del Río y en su búsqueda de nuevas esculturas menos verticales, capta la figura del tómbolo de Cimavilla como una cabeza humana. Es la que nos recibe en la entrada al jardín del Museo Evaristo Valle («Gigia I», 2009). Se trata de una escultura a su tamaño de obra pública, con vocación de hacer compañía al Augusto del Campo de Valdés.

La escultora, que vive y trabaja en su casa y taller camino de Cangas de Onís, no podía recurrir a un «laboratorio de tizas», como si de escultura abstracta se tratara, ni ha querido hacer una maqueta, un modelo pequeño en bronce. Pero el bronce es caro. Una de estas esculturas fundidas en bronce cuesta más millones de pesetas que los dedos de una mano. Por eso Carmen Castillo ha encontrado otros materiales para producir obras a tamaño real, que sean baratas y puedan exhibirse causando en el público el impacto que pretenden.

Son dos los tipos de materiales que acomete. Por un lado el poliéster fibra de vidrio, que puede ser moldeado con una resina, endurecido luego y terminado con un aspecto metalizado. Y la espuma de poliuretano, modelada según se vierte a chorro, y luego barnizada o sometida al soplete, de manera que a veces adquiere el aspecto de lava volcánica, con sus agujeros como de piedra toba o caliza horadada por el agua, como en las cuevas cársticas de Asturias, que sirvieron de morada a nuestros ancestros prehistóricos. De manera que forma y figura, sugerencias geográficas y geológicas, llevan al espectador a sentirse involucrado en íntima identificación del hombre con esta tierra, paraíso natural.

Enseguida topamos en la explanada con «Gigia II» y seis «corazones huidos», cada uno con su soniquete propio. Sea «corazón sigiloso», «corazón sereno» o «corazón rumoroso». Figuras humanas de grandes dimensiones, recostadas como surgiendo de la tierra misma, de hombros para arriba. Son las piezas más recientes, de este mismo año.

Y en los alrededores de la casa del pintor Evaristo Valle, hay cinco esculturas-árbol. Nacen como un tronco, se elevan sobrepasando los dos metros y medio. Van tomando volúmenes muy sencillos, pero de enorme sutileza y trabajo primoroso, que se capta con la mente y entre las manos se palpa. Piezas coronadas por esas cabezas pequeñas que no le gustaban a Javier del Río, que solía dibujar en piedra o esculpir cabezas enormes y sólo cabezas. Las miras con detenimiento y sientes la huella de la escultura clásica griega, esa ruptura de la frontalidad que se nota en el quiebro de las caderas, compensada por la inclinación de los hombros y la opuesta de la cabeza. Leves inclinaciones femeninas, equilibrios precisos y sugerentes, diálogos que se entablan en la cercanía.

Carmen Castillo (Zaragoza, 1959) tiene varias esculturas monumentales repartidas en Asturias. «A la avellanera asturiana» (1990), en los jardines de la Obra Pía de Infiesto. «Diferentes pero iguales» (1995), en el Centro de Salud de Corvera. «Al pastor de los Picos de Europa» (1998), en la plaza de Benia de Onís. «A dos músicos de Pola de Siero» (2001) (Ángel Embil y Falo Moro) en el Parque de la Música de Pola de Siero. Y otras en Aracena (Huelva), Cáceres y Barcelona.