Cándido Viñas echa de menos el lavadero que había, cuando llegó a Tremañes, en mitad de la zona verde de Lloreda que ahora llevará su nombre. Su destrucción, hace años, fue una más de las innumerables transformaciones que se han sucedido en el barrio, en su tránsito de zona chabolista y deprimida a eje industrial y obrero. A la vanguardia de las reclamaciones por una vida mejor siempre ha estado el sacerdote, hasta convertirse en lo único que no ha cambiado para el resto de sus vecinos. «No te preocupes, nos queda Cándido», dicen cuando llegan nuevos problemas. Por eso, pidieron al gobierno local que le buscara un hueco en el callejero. Un hueco concedido esta semana para llenar el vacío que dejó, hace años, un lavadero.

Es imposible ser de Tremañes y no tener algo que agradecerle a Cándido. Bajo su infinita afabilidad y su silueta recortada y entrañable, se esconde un hombre que pudo llegar muy alto y prefirió quedarse a ras de suelo, con la mayoría. Estudió Filosofía, Sociología, Teología? y por capacidad y conocimientos estaba llamado a ocupar cualquier puesto de mando en la Compañía de Jesús. Pero él prefirió ser un jesuita de los que hacen lo que predican. Prefirió ser un cura obrero.

Nacido en 1934 en el pueblo vallisoletano de Villagarcía de Campos, nunca fue ajeno a la necesidad del trabajo. Hijo de un harinero y de un ama de casa, tiene un hermano con el que compartió una infancia y juventud humildes y afanosas mientras cursaba Bachillerato en Carrión de los Condes (Palencia). Una vida que cambió bruscamente cuando decide ingresar, con 19 años, en el noviciado vizcaíno de Orduña buscando saciar sus ganas de servir a los demás y de satisfacer sus fuertes convicciones religiosas. Comienza entonces su formación superior durante un largo peregrinar por centros del Norte, de Loyola a Oña, pasando por la Universidad Laboral, su primer contacto con Gijón, poco antes de llegar a la treintena. Después llegó su ordenación, un breve período de estudio y recogimiento en Roma y, al fin, su reencuentro con «la vida tal como es», eufemismo que emplea para describir la miseria.

Era 1968. Viñas había escuchado las recomendaciones del cardenal Tarancón para que miembros de su orden se acercaran a los barrios de trabajadores de todo el país, en pleno proceso de emigración del campo a la ciudad. Escogió La Felguera. Lejos de guarecerse en la sombra de la sacristía, optó por un compromiso pleno con la realidad social de las Cuencas y empezó a dar el callo en una fábrica de refractarios, donde pasó cuatro años antes de recalar en Gijón.

La mudanza lo reafirmó en sus valores. Trabajó primero como operario en el Dique y después como recogedor de basura durante el período predemocrático. Fueron años duros, con una crisis económica galopante que hacinaba en las estribaciones de las ciudades a cientos de familias que comían una vez al día. En lugares como Tremañes, la caridad cristiana era su único refugio. El entonces párroco José María Díaz Bardales, ahora en La Calzada, solicitó su ayuda, desbordado por el mayor asentamiento chabolista del concejo. No lo dudó ni un momento. Dejó su piso de la calle Zaragoza y se fue al poblado de Lloreda, ya como coadjutor, junto a Jesús Ángel Fernández, otro cura de su misma pasta, con el que comparte labores pastorales desde entonces.

Lo primero que hicieron fue convertir las dependencias de la iglesia en un hogar para los que no tenían techo. Después, Viñas entró en contacto con la Asociación de Vecinos «Evaristo Valle» y se puso a pedir, día sí y día también, mejoras. Con el Mundial de 1982 llegaron las primeras actuaciones. Preocupadas por la estética, las administraciones desmantelaron cientos de infraviviendas en Villa Cajón y construyeron pisos sociales. Más tarde vendrían el saneamiento, el nuevo colegio, el centro de salud... La dignidad se abrió paso. Pero Cándido ha seguido registrando, de su puño y letra, reclamaciones en la oficina municial de quejas. Sus últimas obsesiones son conseguir más frecuencias para el transporte público y ampliar el soterramiento de las vías. Para ello, acude en persona a las redacciones de los periódicos o llama a la puerta del concejal de turno. No es de extrañar que sus vecinos pidieran para él un parque. Aunque más de uno opina que se merece varios campos de fútbol.