Se me ha muerto el maestro, aquél con el que inicié mi camino, mi querido Juan Ramón. Se me van muriendo los maestros, poco a poco, silenciosa y lentamente, de la mejor manera posible, con un exquisito alarde de discreción, siempre elegantísimos. Comienzo a pensar que se me mueren los amigos entre silencios y lentitudes. Y quizá sea ése el buen morirse, ahora que todo es velocidad y ruido. Quizás ésta sea otra lección de Juan Ramón, que nos enseñó que el periodismo era un género literario y un cóctel compuesto a partes iguales de astucia y honestidad, de estilo y discreción.

Dicen que fui tu último discípulo. Ahora me toca recordarte, pagarte de alguna forma todo lo que me enseñaste a cambio de nada, todo ese esfuerzo para que yo, el hijo del camionero, aquel guaje que portaba un libro a cualquier parte, tuviera un hueco en nuestro periódico. Y te recordaré siempre, Juan Ramón, caminando juntos por la calle. Tú como un gentleman inglés, lleno de humildad, ironía y buen humor, y yo como un aprendiz abrazado a tu estampa. Te mantendré vivo en mi memoria como aquel periodista que lo había hecho todo en el oficio, que lo había dado todo por este maravilloso oficio lleno de insatisfacciones. Ahí estarás tú, escribiendo en tu vieja Olivetti, reservada en la redacción para que escribieras la efeméride o el reportaje, y que manejabas como una metralleta, después de tantas guerras y después de tantos años.

Recordaré aquellos comienzos, aquel sonido mecánico que rescatabas del pasado, cuando toda la información transitaba por los teclados de los ordenadores, hueca y uniforme, mientras reivindicabas la figura del gacetillero entre nosotros. Y entonces te acercabas a este meritorio que hoy te escribe para repasar juntos las noticias y me dabas una palmada en la espalda y me animabas a que siguiera en el camino, como tantos años atrás habías hecho tú, a sabiendas de que para ganar había que saber primero resistir.

Se me ha muerto el maestro, sí, el que venía a la redacción con una novela negra bajo el brazo, un ensayo sobre la guerra o aquellos folletines mundanos y populares de librería de saldo, con toda la cultura popular bajo el brazo, ya digo, sin ningún tipo de complejo, con el orgullo discreto de saberse un sabio que recordaba vivamente en su memoria los pasajes más trágicos de la Guerra Civil, la difícil posguerra, su periplo en Prensa del Movimiento y así en este plan.

Juan Ramón no soportaba la pedantería ni aceptaba fácilmente los halagos. En la hoguera de la cultura, él reivindicaba la coherencia vital. Juan Ramón fue el amigo, el gran maestro que traspasó murallas de censura para ensanchar la democracia y para que Asturias fuese siempre moderna. Primero en la redacción y después en el café Central iba yo a escuchar su palabra encendida, sobre la que lucían unos ojos redondos y una inteligencia indignada. Me maravillaba descubrir al otro Juan Ramón, el de los cócteles, el del whisky a media tarde, al buen contador de historias bajo la luz cenital de una lámpara de bar. Juan Ramón era un católico liberal, un hombre de orden que se deleitaba en la anarquía, un conservador que sólo admitía la coherencia, un intelectual sin pretensiones, un periodista que hizo de la contradicción una forma de vida, sin aspavientos ni tragedias. Supo ganarse a los amigos ejercitando la lealtad como una religión, manteniendo la luz del entendimiento y los ardores irónicos de la palabra, ahora que la palabra muere en la cultura digital.

Y ahora que cierran los periódicos, reivindico a Juan Ramón, que acudía con el suyo bajo el brazo como una barra de pan caliente, como una antorcha que ya no ilumina. Ay. Ahora que comprar un periódico se ha convertido en un hecho subversivo, altanero, sospechoso, te recuerdo para abrir el nuestro y, entre olores de tinta, recordarte otra vez.

Aquí va esta razón de papel que se convierte en despedida. Gracias, Juan Ramón, gracias. Valga tu existencia para que siga vivo el valor de la idea ilustrada, herida de guerras, maltratada. Se me murió el maestro y a mí ya no me quedan más palabras.