J. L. ARGÜELLES

Asturias y sus mineros ocupaban en la primavera de 1962 las páginas de algunos de los periódicos más importantes del mundo, de París a Sidney y de Londres a Washington. Pocos estudiosos dejan de subrayar hoy, medio siglo después, que las luchas de aquel año marcaron un antes y un después en la evolución de una dictadura que negaba las más elementales libertades políticas y sindicales. Ahogados por las estrechuras económicas de un sistema ajeno a la prosperidad europea, hastiados de la grisura de un régimen que se mantenía severamente fiel al programa de aplastamiento del adversario con el que dos décadas atrás había ganado la guerra civil, los trabajadores del carbón lideraron unas movilizaciones sin las cuales resulta imposible explicar hoy la larga marcha del antifranquismo. «Allí va a comenzar», afirma Jorge M. Reverte en su muy leído «La furia y el silencio» (Espasa), libro que dedica a recordar aquellos acontecimientos, «una huelga que cambiará la conciencia de un país humillado y moralmente miserable».

La celebración del cincuentenario de las protestas y la reedición de «Las huelgas de 1962 en Asturias» (Trea), libro fundamental en la bibliografía más rigurosa de aquellos hechos, han devuelto el interés sobre un período histórico que forma parte ya de la mitología obrera española. «Una dictadura intransigente cedió por primera vez», afirma el historiador Rubén Vega, coordinador de ese volumen y profesor de la Universidad de Oviedo. El añorado Manuel Vázquez Montalbán cuenta en «Las huelgas ya no son lo que eran», prólogo de ese trabajo publicado por encargo de la Fundación Juan Muñiz Zapico, de Comisiones Obreras (CC OO), que, como otros estudiantes barceloneses, fue condenado a tres años de prisión por cantar «Asturias, Patria Querida». Himno hoy del Principado -y entonces sólo una recurrente canción de francachelas-, la Policía y el Tribunal de Orden Público concluyeron que el escritor y sus compañeros se solidarizaban con los huelguistas asturianos entonando aquella «subversiva» letra.

«En tiempos de durísima represión, los mineros de Asturias eran el referente fundamental de la capa0cidad de resistencia popular a lo largo de los años sesenta», escribió Vázquez Montalbán. Y más: «Pasara lo que pasara políticamente, en España la pregunta "¿qué hacen los mineros de Asturias?" completaba y modificaba criterios y expectativas, sobre todo a partir de las huelgas de 1962, que no eran las primeras después de la guerra civil pero sí las más contundentes y las que anunciaban la difícil pero real formación de frentes renovados contra la dictadura». Para Rubén Vega, «aquellas huelgas fueron más que un conflicto». «Aunque su origen fue la solidaridad entre trabajadores, tuvo un evidente carácter político», añade el historiador.

Lleva razón Vázquez Montalbán cuando afirma que el franquismo se había enfrentado a otras huelgas antes de las de 1962, aunque ninguna tuvo el alcance nacional e internacional de las movilizaciones de aquella primavera. Y tampoco, claro está, ninguna otra fue tan decisiva para la reorganización y renovación de un movimiento obrero muy castigado por la represión de los años que siguieron a la derrota republicana en 1939. Así, por ejemplo, las minas asturianas registraron paros notables en 1957. Según algunos historiadores, hubo paros también en Vizcaya en 1946. Y es cierto, además, que la negativa de los barceloneses a utilizar, en 1951, los tranvías de la ciudad y las posteriores protestas estudiantiles de 1956 son antecedentes de la contestación al franquismo.

La primera de las huelgas de 1962 duró más de dos meses y tuvo su origen en el pozo Nicolasa, en la localidad mierense de Ablaña. La «chispa», como dice con gráfica expresión el historiador Ramón García Piñeiro en la útil cronología que incluyó en «Hay una luz en Asturias», el magnífico volumen que la Fundación Juan Muñiz Zapico dedicó a recoger el valioso material artístico (de Picasso a Úrculo; de Alberti a Gil de Biedma) que provocó el largo conflicto, surgió el 7 de abril. Un día antes la dirección de la hullera, dependiente entonces de Fábrica de Mieres, había suspendido de empleo y sueldo a siete picadores, paso previo a su despido definitivo. La medida colmó el vaso de un malestar creciente por la decisión unilateral de la empresa de reorganizar los turnos de trabajo.

El 7 de abril, y antes de que se concretara el despido de los siete picadores -uno de ellos ex divisionario-, los mineros de Nicolasa pararon en solidaridad con sus compañeros y en protesta por las condiciones laborales y salariales.

«Los compañeros andaban muy quemados por el salario y las condiciones de trabajo», ha relatado Eladio Gueimonde, uno de aquellos siete picadores represaliados. Tenía 22 años y ganaba, en uno de los trabajos más penosos de la actividad minera, cien pesetas al día, lo que costaba un kilo de carne. Y ha recordado además, según publicó este diario el pasado día 8, que los obreros tenían incluso que escotar en algunas ocasiones para comprar una cajetilla de «Celtas», una marca barata de cigarrillos.

El sindicato vertical, oficial y único en el franquismo, fue incapaz de desbloquear la situación. El lunes 9 de abril pararon los mineros de Polio y la Centella, también de Fábrica de Mieres. La huelga empezó a extenderse por la cuenca del Caudal: Minas de Figaredo, las explotaciones de Turón y Aller... Tres semanas después de desatarse el conflicto de Nicolasa, empezaron a sumarse a la huelga, primero tímidamente y después de manera abierta, los mineros de la cuenca del Nalón. Y además, contra los vaticinios que la Policía plasmaba en los informes que entregaba diariamente al gobernador civil, un desbordado Marcos Peña Royo, considerado un falangista razonable, la protesta ya no se circunscribía sólo a las Cuencas. El 23 de abril, la producción de La Camocha, en Gijón, era ya notablemente baja. Y lo peor tras los paros de los siderúrgicos de Fábrica de Mieres, el conflicto saltó a lo largo de las semanas posteriores a sectores como la construcción naval gijonesa.

La mecha estaba prendida y era larga: veintiocho provincias españolas registraron algún tipo de paro en aquella primavera. Esta primera huelga finalizó oficialmente entre el 4 el 7 de junio. Los mineros había logrado buena parte de sus objetivos y, lo que es casi tan importante, el ministro secretario general del Movimiento, José Solís, al que se conocía como la «sonrisa del Régimen», viajó a Asturias para negociar. Y lo hizo con los representantes elegidos por los mineros. El sindicato vertical quedaba orillado y se hacía patente que era un instrumento inservible, que sólo causaba desconfianza en muchos trabajadores.

No fueron conquistas fáciles, cesiones graciosamente concedidas por el franquismo. Según datos policiales, 356 trabajadores ingresaron en prisión en dos meses de tenso enfrentamiento: 246 por incitación a la huelga, 19 por un plante en Baltasara, 65 por militancia comunista, 5 por pertencer al FLP y 4 por la distribución de propaganda socialista, según recoge García Piñeiro en la citada cronología de «Hay una luz en Asturias». Es cierto que el PCE tuvo un papel muy importante en la animación de la huelga, pero también contribuyeron a su extensión otras organizaciones políticas y sociales, como la JOC. La tenaz participación de las mujeres de las Cuencas, que llegaban a arrojar maíz a los esquiroles, permitió mantener un estado social de ánimo sin el cual es imposible soportar largos períodos de huelga. No faltaron los curas que, para perplejidad de Franco -quien había logrado asociar a las jerarquías católicas a su causa-, se solidarizaron con los huelguistas.

Las huelgas de 1962, con su epílogo de agosto, abrieron un largo proceso de movilizaciones que continuó al año siguiente. El franquismo reaccionó con una cadena de represalias: encarcelamientos, torturas, despidos, destierros... El asalto a la Comisaría de Mieres, el 12 de marzo de 1965, es consecuencia aún del movimiento de protestas y represión encadenado por aquellas movilizaciones.

Una nueva generación de cuadros políticos y sindicales se sumó, tras la «primavera asturiana», a la lucha antifranquista. Intelectuales tan carismáticos como Ramón Menéndez Pidal firmaron a favor de los mineros asturianos. Y Jorge Semprún escribió: «Vanguardia se llama Asturias. Y todos lo entendemos».