Nunca hasta ahora escribí sobre uno de los episodios más impactantes que he tenido que vivir. Al hacerlo, después de casi cuarenta años, pretendo rendir mi modesto homenaje lleno de afecto y cariño a aquellos pensionistas y jubilados en la persona de Manuel d' Andrés Fernández (Mánfer de la Llera) a quien la Consejería de Cultura dedicó el «Día de les Lletres» del año pasado; lo escrito entonces lo cedo muy gustoso a LA NUEVA ESPAÑA para su publicación y así no se pierda la memoria histórica. Fueron nueve días de convivencia en las circunstancias que voy a relatar.

l 1. El encierro en la iglesia de San José

Corría el año 1971, época en la que yo pertenecía al estamento eclesiástico como coadjutor de la iglesia de San José de Gijón. El 16 de septiembre, a las seis de la tarde, mientras atendía las visitas que llegaban al despacho parroquial, dos policías de la llamada Brigada Social vienen a verme para poner en mi conocimiento que un grupo muy numeroso de jubilados habían invadido la iglesia de la que yo, en aquel momento, era el único responsable al encontrase fuera de Asturias el Párroco, D. Carlos Díaz y Díaz. La visita de aquellos policías secretas venía a ser una admonición para que les expulsara invocando el lugar sagrado del recinto eclesial. Mi respuesta fue que las iglesias, desde tiempo inmemorial, tenían el derecho de asilo, y que, por tanto, como responsable de la iglesia de San José en aquellos momentos, no solo no les expulsaría sino que les atendería humanamente en lo que yo pudiere.

El contexto de esta actitud reivindicativa por parte de los jubilados y pensionistas hay que situarlo dentro de una larga historia que se remontaba al año 1965, fecha en la que se constituye la Comisión Provincial de Pensionistas de Asturias. Su objetivo era la mejora de la pensiones. Después de los fallidos y largos peregrinajes por despachos burocráticos de las entidades políticas, deciden encerrase en la iglesia de San José de Gijón como escenografía de sus reivindicaciones.

Continúo con el relato. Una vez que se ausentaron los miembros de la Brigada Social, bajo a la iglesia y me pongo en contacto con los representantes de los jubilados, entre los que se encontraba Manuel d' Andrés Fernández, este fue mi primer encuentro con Mánfer de la Llera. Me expusieron sus reivindicaciones, a la vez que me contaban el largo periplo que habían seguido hasta entonces para percibir unas jubilaciones dignas después de una vida laboral llena de sacrificios y expuestos a mil peligros como trabajadores de la mina. Una vez que me percaté de que era un problema sangrante el que les había obligado a tomar aquella decisión, me ratifiqué de nuevo en lo que había dicho a los policías: las iglesias tenían derecho de asilo y, por tanto, nadie les echaría mientras mantuvieran el decoro necesario para poder celebrar los cultos. Así me lo prometieron.

De esta manera se inauguraba el primero de los nueve días que conviví con aquellos jubilados a lo largo de un encierro que convulsionó no solo a las gentes de Gijón y de Asturias, sino de toda España. Debo decir que tanto mi persona como las dependencias parroquiales, escasas e insuficientes, estuvieron siempre a su disposición. Aquellas vivencias aún permanecen con toda su frescura en el disco duro de mi memoria: la imagen de tres centenares de ancianos, algunos de ellos mutilados, durmiendo, unos en los bancos, otros en el suelo, resultaba un espectáculo estremecedor. Así pasaron las nueve noches del encierro. El esquema de aquel vivir cotidiano se convirtió en algo reiterativo. Por la mañana, bien temprano, abrían las puertas de la iglesia, barrían el templo, lo ventilaban para que a las ocho, cuando yo tenía la misa, los fieles que acostumbraban asistir pudieran hacerlo sin mayor incomodidad. Durante el culto guardan total compostura y el mayor decoro. De esta manera se celebraron con normalidad funerales, aniversarios de difuntos y bodas.

Mánfer era mi interlocutor habitual. Él se preocupaba de que todo estuviera a punto para que nadie pudiera echar en falta nada de lo que era habitual en el devenir diario de una iglesia. Asimismo, era el intendente encargado de que todos los jubilados padeciesen las menores incomodidades derivadas de aquellas peculiares circunstancias. Sin pretenderlo él era su líder.

Así transcurrían los días, mientras en la calle la noticia del encierro en San José corría de boca en boca, a pesar de la escasa repercusión en los medios de comunicación ocupados en aquellos días en relatar las actividades de la asamblea de los obispos, reunida en Madrid. La adhesión a las reivindicaciones de los jubilados iba en aumento, de tal manera que aparecen dos nuevos grupos de protesta en las iglesias de San Juan en Mieres y La Milagrosa de Gijón. Recuerdo las visitas que recibían los jubilados de sus familiares y amigos procedentes de las cuencas mineras. La solidaridad con los jubilados era total.

l 2. El violento desalojo

Ante esta situación las autoridades están temerosas por las repercusiones imprevisibles que podrían derivarse de aquel acontecimiento. El delegado del Gobierno en Asturias recibe a una comisión, sin acuerdo alguno. El arzobispo, don Gabino Díaz Merchán, ausente de la Diócesis por la referida asamblea de obispos, una vez llegado a Oviedo, se desplaza también a Gijón para tomar contacto con una comisión encabezada por Mánfer de la Llera. Una visita que a mí, personalmente, me dejó perplejo. Llega don Gabino, me saluda, pregunta por los jubilados, conversa con ellos durante más de una hora, mientras yo estaba sentado en la sacristía esperando su regreso y algún consejo o apoyo, y terminada la reunión con la comisión de los jubilados, se despide de mí y se marcha como había llegado. Yo sólo tenía veinticinco años y me enfrentaba a un problema hasta entonces insólito en la iglesia española. El párroco, don Carlos, estaba ausente, de vacaciones en tierras leonesas, y el arzobispo, Don Gabino, con unos saludos cariñosos y afectuosos, pero sin mediar unas palabras de apoyo o de ayuda, si fuera necesaria. Con posterioridad se lo reproché. La respuesta fue: «Te vi tan tranquilo y dominando la situación que más bien era yo el que necesitaba ser reconfortado».

Pasan los días y se incrementa la solidaridad con los encerrados. La sorpresa se produce el sábado por la mañana, día 25. A las 7,30 horas de la mañana, cuando yo me preparaba para celebrar la misa de las ocho, me viene a buscar el sacristán. Esteban me anuncia que la fuerza pública estaba dentro de la iglesia. Me pongo el traje talar de clérigo y bajo al templo. Efectivamente, la fuerza pública con las pistolas desenfundadas tenía acordonados a los jubilados. Me presento ante la persona responsable que comandaba aquella unidad de asalto (desconozco su graduación por no haber hecho la mili). Con autoritarismo militar me dice que tiene orden de desalojar a los encerrados. Le pido serenidad invocando el lugar sagrado en el que nos encontrábamos, a la vez que le recuerdo el derecho de asilo de los templos y que la única autoridad que podía ejercer aquel derecho era el arzobispo. Le pido que posponga aquella orden, mientras yo intento hablar con el arzobispo. Se pone al teléfono su secretario, don José María Almoguera (q.e.p.d.), y le planteó el problema exigiendo que se me diga si hay o no hay autorización del arzobispo. Inicialmente la respuesta no fue clara y contundente. Yo hubiera deseado que el propio arzobispo se pusiera al teléfono y me aconsejara, pero no. Al final se me dice que el gobernador civil, Mateu de Ros, había comunicado al arzobispo la noche anterior que a la mañana siguiente procederían al desalojo. «¿Hay o no hay autorización del arzobispo?», pregunto yo. Para mí era transcendental la respuesta. «Dedúcela tú mismo», me dice el Secretario.

Con esta información bajo de nuevo al templo. «Sr. Badás, la iglesia no autoriza este desalojo por la fuerza», le reprocho. «Yo traigo la orden de desalojarlos por las buenas o por la fuerza, y así lo haré», me replica. Pido que se me permita dirigirme a los asistentes:

«Queridos hermanos, jubilados y policías: la situación ya la ven ustedes. Hay una orden por parte del gobernador civil de desalojo, incluso por la fuerza. Acabo de ponerme en contacto con el arzobispado, a cuyo titular el gobernador civil le comunicó esta determinación. La iglesia, por tanto, no autoriza un desalojo por la fuerza. Queridos jubilados, yo nos os echo de este templo; durante este tiempo que compartí con vosotros estas estancias me habéis respetado y habéis mantenido el decoro que este lugar sagrado exige y el culto aquí celebrado. Por tanto, yo no os echo de aquí. Queridos hermanos policías: Vuestro jefe trae orden de desalojo incluso por la fuerza; yo apelo a que se tenga en cuenta la situación física de nuestros jubilados, algunos de ellos privados de movilidad; apelo igualmente al lugar sagrado en el que no encontramos. Yo no puedo hacer otra cosa. Que sea lo que Dios quiera».

Terminada mi intervención, el militar que comandaba a la tropa se sube a un banco y dice: «Por tercera y última vez, desalojen la iglesia». Ante este ultimátum, los jubilados se abrazan unos a otros y a los propios bancos en actitud puramente pasiva. El silencio queda roto: «Tropa, ¡a la carga!»

Inmediatamente la policía, con las pistolas desenfundadas, coge los toletes y ¡a la carga!. Se pueden imaginar aquel espectáculo: cerca de trescientos ancianos, unos por los suelos, otros saliendo a trompicones, otros con los rostros ensangrentados. En una actitud puramente defensiva, uno de ellos, Florentino Menéndez, «Florín», cogió un reclinatorio o silla, que estaba al lado del banco, en un intento por cubrirse la cabeza, a modo de escudo, para evitar los golpes. Los policías que le ven, pensando que la podría utilizar para hacerles frente, se abalanzan sobre él. A los primeros golpes, Florín cae por los suelos, pierde el conocimiento y la policía le saca del templo a rastras hasta la plaza de la iglesia. El espectáculo era estremecedor. De ello fueron testigos también don Silverio Rodríguez Zapico, hoy párroco de la iglesia de la Resurrección en Gijón, Oscarín Rodríguez Uría, mi gran amigo seglar, y el sacerdote don José Manuel Gutiérrez Inclán; los dos últimos ya han fallecido. Tan pronto como supe que la fuerza pública estaba en la iglesia, les llamé para que presenciaran y fueran testigos de lo que presumía podía suceder. La conmoción en la calle se respiraba entre los transeúntes que presenciaron el espectáculo.

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l 3. Huelga de misas

Conocida la noticia en las distintas parroquias de Gijón, el «grupo del Bibio» (grupo de sacerdotes que solía reunirse a cenar todos los lunes en la llamada Casa de Ejercicios) convoca una reunión de urgencia. Allí, ante los asistentes, relato lo acontecido a primeras horas de la mañana en la iglesia de San José. Este relato fue la base de la nota oficial que al día siguiente publicaría el Arzobispado. Una nota notoriamente diferente a la emitida por el gobernador civil. Las dos eran recogidas por la prensa del domingo, día 26. En esa reunión de El Bibio se toma también el acuerdo de suprimir todas las misas de Gijón, al día siguiente domingo, y hacer una misa concelebrada con todos los sacerdotes en San José. Una singular manera de protestar por la intervención policial y de solidarizarse con los jubilados que habían sido violentamente desalojados.

l 4. Consejo de guerra

Como consecuencia del desalojo, algunos jubilados, como Florín, hubieron de ser atendidos en el Hospital de Cabueñes. Según el protocolo hospitalario en la ficha de ingreso había de constar la causa de aquellas heridas que no era otra que la intervención policial. Y aquí me veo yo implicado por un argumento que se intentaba que pareciese lógico. Según la información de las fuerzas armadas, si la policía había tenido que intervenir, lo había hecho en legítima defensa para repeler la sublevación de los ancianos que habían sido soliviantados por la arenga que el joven sacerdote les había pronunciado. De esta manera yo era, en definitiva, el principal causante de aquel estremecedor desenlace. Y el argumento continuaba. Se había cometido un delito contra la fuerza pública, sometida a la jurisdicción militar; por tanto, era preceptivo un consejo de guerra para castigar a los culpables que no eran otros que los jubilados heridos. Implícitamente yo también estaba involucrado, si bien el concordato entre el Estado Español y el Vaticano me protegía.

Así se incoa el expediente. En principio se pensaba celebrar en Valladolid; sin embargo, con el asesoramiento del gabinete jurídico del arzobispado e invocando el concordato, se solicita que se haga en Gijón. El Cuartel de Simancas será el escenario; la puesta en escena de un consejo de guerra era algo espectacular. Una línea de soldados, con la metralleta en la mano, cercaba todo el edificio. Otra línea de soldados, también con metralleta, circundaba la parte superior del cuartel; desde la calle se abría un pasillo al interior de la sala flanqueado por dos filas de soldados uniformados con la misma indumentaria y arma. En la antesala dos grupos bien distintos y con distinto ánimo esperábamos la cita de un tribunal compuesto por miembros del estamento militar. De una parte los jubilados que habían sido apaleados, acusados de atacar a la fuerza pública; yo en medio de ellos; en frente los policías que, según la acusación, habían sido atacados, acompañados de miembros de la Brigada Social, que actuarían de testigos. El estado moral era bien diferente entre los dos grupos; los jubilados cabizbajos y asustados ante la prepotencia y altanería de los miembros de la brigada social; Mánfer de la Llera, Herrero Merediz, nuestro abogado defensor, y quien esto escribe intentábamos levantar los ánimos. No me avergüenza reconocer que me saltaron las lágrimas ante aquella humillación. Comienza el consejo de guerra. Cuando me toca el turno, la fiscalía trataba de presentar aquellos nueve días de encierro en la iglesia de San José como un desorden sacrílego; defendí a los jubilados con toda vehemencia en mi relato de los hechos a la vez que narré minuciosamente el violento desalojo, auténtico sacrilegio cometido por la policía en las personas de aquellos ancianos. El veredicto del tribunal fue exculpatorio para mí. Sin embargo, a los jubilados les cayó un tiempo de reclusión en hospitales del sur, ya que ni su edad ni su salud permitían un encarcelamiento común.

l 5. Consecuencias

La primera consecuencia de un hecho de aquellas características en 1971 era pasar a ser sospechoso y formar parte de los archivos policiales; mis frecuentes salidas en aquella época al extranjero tropezaban siempre con la petición del pasaporte. Cada vez que lo solicitaba el comisario me sometía en su despacho, delante de un cónclave de policías secretas, a un extenso cuestionario de los motivos que me impulsaban a trabajar en parroquias o universidades de Francia o Alemania.

Pero aquella vivencia me granjeó la amistad de muchos de aquellos jubilados. Mientras permanecí en la parroquia de San José con frecuencia me venían a ver con Mánfer de la Llera a la cabeza. Si me los encontraba en la calle me paraban y, si iban acompañados de sus nietos, me presentaban como un héroe que los había defendido. Ellos consiguieron mejorar sus retribuciones. Al día de hoy creo que ya ha fallecido la mayoría o quizá la totalidad de aquellos casi trescientos jubilados con quienes conviví durante nueve días en la iglesia de San José.

Nunca escribí nada sobre este hecho; nunca lo presenté como un aval para colocarme una medalla; lo hice por un compromiso cristiano con la justicia y por mi condición entonces de sacerdote. Hoy, más de cuarenta años después, aquellas vivencias permanecen con toda su frescura en el disco duro de mi conciencia. Mi recuerdo tiene que ver con Mánfer de la Llera con quien, hasta su muerte, me unió una excelente relación dentro del mayor respeto a las diferencias que cada uno de nosotros teníamos sobre el hecho religioso. También lo hago por su hijo Ramón d' Andrés, primero, alumno, y ahora compañero del Departamento de Filología Española. De no ser por ello jamás habría escrito nada sobre uno de los episodios más impactantes que he tenido que vivir.

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