La noticia me llega a primeras horas de la mañana, justo antes de comenzar mi Misa. A tiempo para que pueda encomendar al Padre, Dios de misericordias y de todo consuelo, al hermano José María. En una como visión apresurada, me llega a los ojos del alma una vida colmada de recuerdos, de ilusiones, de metas conquistadas, también de pequeños o grandes fracasos. Paso revista apresurada a un mundo de vivencias compartidas, de entregas de generosidad, de recuerdos que se han grabado en la mismidad del alma.

Para él traigo a la memoria momentos de especial relevancia: nacimiento y bautismo en Santa María Magdalena de Ribadesella, que no a todos es dado tal privilegio. Estudios en las Dominicas de la villa riosellana. Ilusión vocacional sembrada por don Alfonso Covián, su cura referencial. Bachillerato con los Jesuitas de Carrión de los Condes, en Palencia. Un humanismo cristiano inoculado por la «Paideia» jesuítica. Un gran salto al Seminario de Oviedo, con 15 años recién cumplidos. Aquí, nuevos compañeros, nuevas inquietudes, renovadas ilusiones. Su empeño denodado: ser cura de un barrio obrero.

Ordenado sacerdote, a los casi 23 años, la cosa más grande que pudo venírsele encima en la vida. Era un 30 de marzo de 1963, en la iglesia recién estrenada de la Sagrada Familia de Ventanielles y como obispo ordenante don Segundo García de Sierra y Méndez. Su madre, Ana María, había atado sus manos recién consagradas, igual que el Obispo las ligaría para obediencia perpetua.

Al escribir lo que antecede, no puedo hacerlo sin la más transida emoción, porque, en la misma ceremonia, también mi madre, María del Carmen, ataba mis manos para que perteneciéramos únicamente a Cristo, en tanto que el obispo, junto con José María, nos consagraba sacerdotes para siempre. Un sacerdocio juvenil, una entrega decidida, un darse a una tarea a favor de los demás, sin restricciones ni medidas. Un «sacerdos in aeternum», «sacerdotes para siempre», resonó alentador para nosotros en la tarde-noche de aquel día bienhadado. «Sacerdotes para siempre» era prenuncio de renuncias y de entregas, de donaciones, que ansiaban no tener medida, entre fragilidades y entregas a los hermanos. Un acicate y un impulso, un darse al servicio para siempre, sí, siempre.

l Un sucederse de seguimientos ininterrumpidos.

Bardales, mi entrañable José María, tuvo la suerte de ir encontrando curas mayores o ya experimentados que contribuyeron a moldear su vida recién puesta en marcha en el sacerdocio: su querido don Alfonso, desde los años de la catequesis, su párroco del alma, siempre alentador con su sabiduría y prudencia. Después, para inicio de su ministerio, el acompañamiento de don Plácido, el cura de Santa María de Luanco, a quien fue confiado como coadjutor. Con otro grupo de compañeros comenzará una experiencia novedosa y profundamente enriquecedora en Santiago de Pesoz. Siguió la cercanía de un gran amigo y compañero, don Nicanor López Brugos, con su destino, como consiliario de la JOC, en San Juan Bautista de Mieres. Vino a continuación el paso por el Instituto Superior de Pastoral de Madrid, donde recibió influjos tan dispares como los de don Enrique Miret Magdalena y don Elías Yanes Álvarez, con el que volvería a coincidir cuando éste fuera nombrado obispo auxiliar de Oviedo.

Al volver a Asturias, su obispo don Gabino pretende satisfacer su ilusión de ser cura de barrio y lo nombra cura de San Juan de Tremañes, parroquia marcada por el chabolismo más duro de Asturias. Para José María, un terreno especialmente abonado para llevar a sus feligreses sus convicciones sociales, abriendo la Parroquia a quienes apenas tenían nada en una promoción ejemplar y comprometida.

l Para colmo de una vida de entregas, La Calzada.

Acababa de dejar la parroquia un sacerdote singular, José Luis Martínez. Estaba en carne viva para el «Grupo del Bibio», al que perteneció, desde su fundación, Chema Bardales, tenidos por algunos poco menos que como heterodoxos, el golpe de estado del 23 de febrero, cuando nuestro querido Chemari fue nombrado cura de Nuestra Señora de Fátima de La Calzada, parroquia que dejaba su buen amigo José Luis, al ser trasladado a San José de Gijón. Conocía ya la parroquia a través de su dedicación docente en el Instituto Padre Feijoo.

Para José María, la parroquia de Fátima, su Calzada del alma, fue como un puerto de recalada, para no dejarlo ya de por vida. Allí vivió sus felicidades más íntimas como sacerdote. Allí se entregó a sus feligreses, convirtiendo su parroquia del alma en objetivo de su vida. Allí reposarán su memoria y su capacidad de entrega. Allí seguirá, después de que ha dejado ya la vida presente, su corazón y el ejemplo de una entrega de sacerdote, que es la que más difícilmente conciben los limitados de capacidades de generosidad.

Chemari, compañero del alma, nunca he olvidado estas hermosas palabras que casi se me quedaron de memoria cuando las leí en el periódico, cuando veías ya que la enfermedad galopaba por tus vísceras, imparable e incontenible: «Con motivo de estar enfermo, he pensado: ¡Cuántas gracias tengo que dar a Dios!. He sido cura de barrio cuarenta años y cura de La Calzada, treinta. He sido muy feliz y lo noto. Me siento contento y quiero mucho a la gente, de la que no recibo más que detalles de afecto y confianza. La salud se me ha resentido. Sobre todo doy gracias a Dios por los casi setenta años muy sanos y tengo confianza de superar mi problema. No soy hombre de agobiarme por la enfermedad, primero por creyente y porque estamos en manos de Dios y, segundo, por talante personal. Se lo he dicho muchas veces a la gente: En la Casa de mi Padre hay muchas moradas. Predico esto a la gente para animarlos que aquí abajo vamos de camino. Mi intención es, si Dios me da salud, seguir en Fátima, y si me disminuyese, ayudar donde la Diócesis disponga. Ejercer el ministerio hasta la muerte es mi intención». Te agradezco infinito este testimonio de tu vivencia más íntima.

Para ti, queridísimo José María, esas palabras han sido como tu testamento, tu última voluntad, tu última Misa sobre tu La Calzada muy querida. Ha sido, según leímos en Theillard, tu última Misa sobre el mundo, tu sacerdocio colmado y llevado a compleción, tu entrega ya sin vuelta, tu arribada al puerto -tanto sabías tu de puertos por tu queridísima Ribadesella-, a la que, en hermosa devolución de la encomienda de tu vida que de Dios has recibido, de la fe en que en ella fuiste iniciado devolveremos tus restos mortales, para que allí en tu cementerio querido, el de tu parroquia del alma, aguardes la resurrección de los muertos y te recompense el Señor con la vida eterna.

Que tu Virgen de la Guía te encamine a la morada del Padre y te acoja cariñosa en la cercanía de su Hijo, a quien te encomendamos, para que tú también a nosotros nos encomiendes. Al cielo te lleven los ángeles y te reciba Cristo, el Señor. En Paz estés.