Escritor, presenta hoy «Tristan Benson Blues»

J. L. ARGÜELLES

Vuelve a la novela después de una década («Las últimas voluntades del caballero Hawkins»), aunque en ese tiempo ha publicado un volumen de cuentos («Historia del mundo para sonámbulos») y dos insólitos libros de viajes, «Castilla y otras islas» y «Berlín y el barco de ocho velas». El gijonés Jesús del Campo, uno de los mejores escritores españoles de los últimos años, además de columnista de este diario, acaba de publicar «Tristan Benson Blues» (Edhasa), que presenta hoy, a las 20.00 horas, en el Club LA NUEVA ESPAÑA de Gijón.

-¿Cómo ha sido ese reencuentro?

-Lo que me interesaba era hacer un ejercicio de la memoria y no olvidar algunas cosas, sobre todo el «ethos» de la aventura, de tener fe en las cosas. El libro no es del todo autobiográfico, aunque es cierto que anduve tocando la guitarra por ahí. De pronto surgió ese impulso, el recuerdo que yo tenía en la cabeza sobre un tiempo en el que la aventura parecía posible.

-Es una novela de aprendizaje. ¿Por qué esa fórmula?

-Quería simplemente poner en orden unos cuantos recuerdos. ¿Qué pasa cuándo llegas a un sitio y no tienes nada? Ése era un buen principio y, al tiempo, un reto. La novela también recrea, sin duda, una época. No me quiero poner generacional, pero sí refleja cosas que han desaparecido.

-¿Por ejemplo?

-Es como en la parábola en la que Jesús dice a Pedro que camine sobre las aguas, y camina. Si te paras a pensar, te hundes. Ahora somos todos demasiado conscientes y eso nos condiciona muchísimo.

-Pienso en esta novela como si fuera una crónica del fin del sueño post-hippy. Ahí están las escenas de los primeros punkis londinenses.

-Sí, es exacto. Cuanto más idealista es un proyecto -por ejemplo, el de plantar una especie de paraíso del rock and roll en la Tierra-, más riesgo hay de fracasar. Los punkis fueron la negación cáustica y demoledora de todo aquello.

-Ofrece una comparación que me parece muy bien traída: los románticos y los rockeros, dos generaciones que pagaron su intento de asalto al paraíso con la autodestrucción.

-Me alegra que lo recuerde. Cada equis tiempo hay generaciones prometeicas que quieren cambiar las cosas: la de los románticos fue, sin duda, una de ellas; gente que además viajaba, tomaba drogas, se exponía al despedazamiento por parte de la sociedad, no tuvo un buen final... Hablo de Shelley, Byron y compañía. Todo eso rebrotó en un determinado momento, debido quizás a que atrás quedaba una posguerra, momentos tristes, y que empezaba un cierto Estado del bienestar. Surgen personas con una ambición, y en esa primera oleada del rock, de «asaltantes», cayeron unos cuantos.

-¿El escritor Jesús del Campo siente nostalgia de aquellos años?

-La nostalgia es un sentimiento muy peligroso, sobre todo para mí, que, en ocasiones, caigo en ella. Creo que los años ochenta trajeron un cinismo y un descreimiento que vino bien a España, pero que, en otras cuestiones, fue demoledor. Trajo el «reaganismo», una ola muy conservadora que afectó también a la música, presidida ya por el «marketing», por lo aparatoso, por el espectáculo... Desde entonces no ha parado; el «marketing» ha ido domesticando a la gente.

-Antes hablaba del componente autobiográfico. ¿Jesús del Campo fue un Tristan Benson?

-Sí, hice todos esos viajes de la novela. En lo que hay más invención es en la historia de amor del libro, por desgracia para mí.

-Tristan regresa a una España en plena transición política, tras conocer el amor y el dolor. Hay ahí un final abierto, que yo he leído en clave de esperanza...

-Quise, en efecto, que el personaje atravesara Francia y volviera fortalecido, más sabio; se entiende que, con lo que ha aprendido, va a sobrevivir mejor en el país al que regresa, un país que está cambiando.

-¿Ha sido una novela difícil de escribir?

-Me ha llevado más tiempo del que pensaba, más que mis otras novelas. Hubo un momento, incluso, de divorcio con esta novela. Quiero que mis libros se lean bien pero que tengan sustancia, un pensamiento.