Puede que la plaza de El Bibio y la afición taurina de Gijón no dispongan de espaciosos titulares en el Cossío ni en las enciclopedias de la tauromaquia, pero para la pequeña historia de los toros de esta ciudad, la de ayer fue una tarde de puerta grande. Y lo fue por la presencia de un torero de la vieja usanza, al que todavía le queda planta para el traje de luces: Francisco Ruiz Miguel, el matador con más corridas, diecisiete, en los festejos veraniegos de Begoña.

Ruiz Miguel, compendio de torería, recibió ayer el homenaje de los Zúñiga, empresarios de la plaza gijonesa, y de los aficionados locales, en el acto oficial de presentación de los carteles de Begoña, donde están todos los que son y las ausencias son bien escasas. Para esa pequeña historia del toreo gijonés queda también el brillante pregón del periodista y escritor Paco Aguado, quien recuperó la figura del matador asturiano más laureado, el más grande que dio esta tierra, el gijonés Bernardo Casielles, nacido en 1895.

Aguado, quien tildó de «pecado gravísimo» no haber presenciado -aún- ninguna corrida en Gijón pese a haber estado en más de doscientas plazas, recordó que el próximo 15 de agosto se cumplirán cien años de un sucedido crucial para el toreo de esta región, en la cual El Bibio ha sido y será principal estandarte. «Ese día, 15 de agosto de 1912», relató Aguado ante una mayúscula concurrencia taurina que llenó el Museo del Ferrocarril, «toreaban en Gijón Manolete padre y Cocherito de Bilbao toros de Veragua. Al quinto se tiró al ruedo un guaje de 17 años. Iba de traje y sin corbata, vestido de señorito. Echó las rodillas al suelo y soltó una tanda de naturales que causaron un revuelo impresionante. Era Bernardo Casielles, nacido en Gijón, criado en Oviedo, trabajador del Ferrocarril del Norte».

Casielles empezó de banderillero en Sama y toreó novilladas en toda Asturias. «Gracias a ese rodaje», continuó el pregonero, se convirtió en 1918 y 189 en novillero puntero que triunfó en Madrid, en Barcelona, en Valencia, en Zaragoza... Y en Sevilla, en competencia con otro que despuntaba entonces, Ignacio Sánchez Mejías».

El relato de los azares taurinos de Bernardo Casielles -«valiente, artista, de buena planta», Aguado dixit- da para una novela. Tomó la alternativa el 19 de septiembre de 1920 en la plaza de toros de Oviedo de manos de Juan Sáenz Saleri II y de Juan Luis de La Rosa, con toros de Veragua. Cortó dos orejas y rabo. Salió a hombros. «Tuvo una carrera corta, los toros le pegaron duro. Toreó con los grandes, Granero, Chicuelo, Lalanda... Extraños vetos que le sacaron de algunas ferias le obligaron al exilio. Triunfó en México y Venezuela. En 1923, cansado y aburrido, se retiró». Tuvo relevo en su hermano Miguel, al que un novillo le segó la vida en una plaza de Madrid.

Languideció entonces el toreo asturiano, pero puede que no para siempre: en Villalpando, con el maestro Andrés Vázquez, se entrena para matador todos los fines de semana un becerrista del que dicen que tiene buena mano, Daniel Barrio, gijonés para más señas

Hasta aquí la lección de historia de Paco Aguado. A partir de aquí, la cátedra taurina de Ruiz Miguel, que debutó en Gijón el 11 de agosto de 1972, haciendo terna con Paco Camino y Curro Rivera, y se despidió de El Bibio, tras 17 tardes, en 1991, en una corrida de Mihura. Como Casielles, también Ruiz Miguel se tiró de espontáneo, de chavalillo, en un festival en la vieja plaza de Cádiz. «Me dieron leña... Salté con todo de prestado: la camisa, de mi hermano; los pantalones, de mi padre; sólo los calzoncillos que llevaba eran míos», relató con ironía el diestro de San Fernando de Cádiz, quien agradeció regresar a Gijón con motivo de un homenaje «y no a pasar miedo, como en las anteriores diecisiete tardes».

Ruiz Miguel, torero curtido en corridas duras (100 de Miura; 86 de Victorino, 36 de Pablo Romero) dio cuenta de anécdotas que arrancaron sonrisas y aplausos del público con la misma soltura que su antiguo desempeño en la arena. «Yo quería ser torero. Trabajaba de albañil en la finca del maestro Ortega. Cada vez que me colaba en la despensa de la cocina y veía colgados cuatro jamones, chorizos, tajadas enormes de tocino, se me iban los ojos. Luego llegaba a mi casa y veía esa otra cocina, tieso, le decía a mi padre que yo tenía que torear». Y lo hizo. Y con la primera ganancia le compró una casa a a sus padres, a una familia numerosa de nueve hermanos llena de estrecheces.

El gaditano, torero honrado donde los haya, alabó el toreo actual. «Hoy se torea mejor que nunca», dijo, «se roza la perfección técnica» (habría que añadir, en justicia, que con peores toros y menos fieros que los de su época) y no paró de piropear a la afición de El Bibio, «torista y torerista, entendida, que siempre me trató muy bien y a la que no siempre traté de corresponder». Y le hubiera gustado, dijo, quitarse años para saltar al ruedo en la próxima feria de Begoña, «de carteles tan completos», aseguró, haciendo un guiño a los empresarios de Circuitos Taurinos, que le entregaron una placa en reconocimiento a sus incontables méritos: abrió diez veces la puerta grande de Las Ventas ha sido de los pocos matadores que han cortado un rabo en la Maestranza.

Abrió el acto el concejal Fernando Couto, quien consideró la Feria de Begoña «ya una cita ineludible del verano gijonés» y lo cerró Zúñiga padre, emocionado, como siempre, y discreto. Y que Dios reparta suerte.