Todo artista verdadero, permítaseme el pleonasmo, es un «homo viator», alguien que sigue su camino -una senda simbólica y física a la vez- en busca de aquello que debe encontrar, lo que justifica sus pasos en el mundo, como expresó Dante en su genial poema con precisión que aún nos emociona. Para Cortázar, aquellos que indagan en las fronteras de la belleza aún no dicha son buscadores de la luz desde la línea oscura de los días. La figura del caminante o la del buscador -al fin y al cabo son lo mismo, pues representan una común manera de estar en el mundo- podría constituir un emblema, una metáfora, de la inquietud que guía (otra palabra viajera) buena parte de la obra que Pelayo Ortega (Mieres, 1956) reúne en «Viador», la exposición que inaugura hoy en Cornión.

No es extraño, por tanto, que el artista asturiano se acoja a unos versos de Claudio Rodríguez, el poeta de nuestra generación del 50 que mejor celebró algunos de los dones de la vida, para darnos cuenta de esa aventura suya con la línea y el color, con la materia y la idea: «Lo importante es irnos/ y no dónde vamos/ y nunca llegar más lejos/ que antes de partir...». Porque, ciertamente, no hay mayor descubrimiento que el de uno mismo: el conocimiento de que somos iguales a otros muchos y, al mismo tiempo, singulares, irrepetibles, únicos.

En esa carrera de la impostura y de la ocurrencia indigerible en que ha entrado buena parte del arte contemporáneo, sin lugar ya para la emoción, no es una casualidad que Pelayo Ortega se haya revelado como uno de los pintores españoles más interesantes. Su propuesta artística, iniciada a mediados de los años setenta, surge de una honestidad que es ya el núcleo de toda su obra: la búsqueda de un lenguaje propio a partir de las lecciones de los clásicos y del proyecto rupturista en el que se embarcaron las vanguardias, consideradas ya hoy históricas, desde finales del siglo XIX.

Ésos son los necesarios e importantes pertrechos con los que Pelayo Ortega se echó al camino para dar con una pintura en la que conviven, desde un lirismo y una iconografía muy personales, figuración y abstracción, tradición y novedad. Fichado por la Galería Marlborough de Madrid en 1998, lo que ha permitido una importante y merecida proyección internacional a su trabajo, la obra del creador asturiano no ha dejado de crecer y de experimentar. Un ejemplo de su aproximación a las nuevas tecnologías fue la proyección que hizo, en diciembre de 2008, sobre los vetustos muros del palacio de Revillagigedo, en Gijón, la ciudad en la que vive, tan presente en muchos de sus cuadros.

Esta exposición, «Viador», con la que vuelve dos años después a Cornión, su galería gijonesa de siempre, ejemplifica bien ese camino que ha seguido hasta la fecha Pelayo Ortega. Y añade, además, el nuevo acercamiento del artista a la escultura. Así su hermosa «Veleta», donde ha trabajado con el hierro y el acero, o las terracotas «Pequeña isla de los afortunados» y «Paisaje sobre la mesa. Travesía del desierto». Junto a estas piezas, lienzos y cartones, óleos, acuarelas y tintas en las que volvemos a encontrar las huellas personales de quien rehúye las veredas trilladas.