Si la meteorología se rigiera por una regla de compensación, es decir, no cabe que una primavera lluviosa garantice un verano esplendoroso, podríamos consolarnos pensando que el agua caída ayer, que obligó a suspender la procesión de las Lágrimas de San Pedro, nos pagará al menos con un Jueves o un Viernes santos benignos. Pero no es así, y no se espera que sea así, oremos pues.

Allí, en la parroquia de San Pedro, quedaron los pasos primorosamente engalanados, con sus imágenes, que ayer iban a ser dos: la Flagelación del Señor, con Jesús atado a la columna del suplicio, y la de San Pedro, con su lastimosa expresión de arrepentimiento.

Dice el Evangelio de San Lucas que Pedro, tras negar que conociera a Jesús, oyó cantar al gallo. «Antes de que el gallo cante hoy, me negarás tres veces», le había dicho Jesús. Al recordarlo y volverse al Señor, éste le miró. Y saliendo fuera, lloró amargamente.

Dice la leyenda que sobre el rostro de San Pedro quedaron marcados en sus mejillas dos surcos, horadados por su llanto. La lección podríamos asumirla cada uno de nosotros; no es que neguemos a Dios de un modo explícito, pero lo hacemos cada vez que nos alejamos del compromiso que conlleva la fe. Hacer daño al prójimo, por ejemplo, de palabra u obra. O volver la cabeza ante la miseria ajena. Anoche, noche inclemente, un hombre dormía en el suelo, tendido en el reducido espacio de los cajeros automáticos de la Caja de Ahorros de la plaza de San Miguel. De escenas así, todos somos un poco culpables, al inhibirnos ante la más elemental caridad, la de dar techo y cobijo al desamparado. Martes Santo: que esto sirva de llamamiento a los Servicios Sociales.