«¿Es que pretende usted mejorar algo?», pregunta horrorizada una oficinista a K., protagonista de «El proceso» de Franz Kafka. El único objetivo de K. a lo largo del relato es conocer de qué se le acusa en el proceso iniciado contra él. Tras instancias que remiten a otras y vaguedades por respuesta, finalmente sólo puede constatar que es culpable, aunque lo de menos sea de qué.

Yo no sé que tienen las plumas inflamadas de la literatura en el intento de describir los matices de la realidad pero consiguen que ésta les acabe copiando como si quisiera hacerse merecedora de esas páginas magistrales, aunque sea para mal. Yo, de hecho, no he podido evitar evocar al escritor y su obsesión por la apisonadora de la burocracia institucionalizada, mientras una amiga me iba desgranando su odisea de estas semanas con la aseguradora que la ha dejado tirada con daños en su hogar, ocasionados por las condiciones climatológicas de este invierno interminable en Asturias.

Yo les narro y ustedes juzgan si no es para sospechar que el propio Kafka está detrás del relato. Si les parece, convirtamos al propio K. en protagonista de esta historia, por lo demás, completamente real.

K. es dueño en Gijón de una casa; la tiene alquilada. El pasado 7 de marzo, a raíz de las fuertes ráfagas de viento que soplaron a media tarde, se producen daños en dos terrazas de esa vivienda. Los propios inquilinos y varios vecinos avisan a K. porque los desperfectos, visibles desde la calle, no sólo hacen entrar agua en la casa, sino que además amenazan con provocar daños a terceros. Como K. paga religiosamente un seguro doméstico a una compañía de abolengo que dice tener a personas cuidando de personas, la informa de lo que ocurre y? comienza la pesadilla.

Para empezar, la oficina local de la aseguradora, responsable de la venta de la póliza, se desentiende del caso y remite a K. a un call center cuyos operadores -en cada ocasión, uno distinto- le obligan cada vez a identificarse y relatar su caso para luego informarle de las últimas líneas escritas en su «expediente del siniestro», escribir las siguientes y mandarle «quedar a la espera».

Primeramente han de cerciorarse de que en Gijón se produjeron en esa fecha ráfagas superiores a 80 kilómetros hora. En ello emplean cuatro días aunque la Agencia Estatal de Meteorología ya informaba on line a horas del suceso que el viento había superado los 96. Como K. no puede esperar, suplica al operador de turno una ayuda de emergencia pero le aconsejan que «llame a los bomberos o se busque quien se lo arregle», embarullando la respuesta acerca de si luego asumirán los gastos.

K. paga un arreglo provisional y, a partir de ahí y durante semanas, el operador u operadora de cada de día -previo protocolo de identificación y aviso de que la llamada puede ser grabada- le cuenta lo que "se ha escrito" en su expediente y le pide que no vuelva a llamar, que se podrán en contacto con él. Aunque K. es dueño del piso y titular de la póliza, no recibe una sola llamada. Los técnicos que peritan el caso contactan con los inquilinos o les visitan por sorpresa en casa, sacan fotos, expresan sus dudas sobre la teoría del viento, sacuden la cabeza y se van? En uno de los diálogos diarios con el operador de turno, K. es informado de la última línea escrita en su expediente: «no se dará curso a la indemnización».

Desesperado, K. reclama hablar con un responsable y los operadores le mencionan la existencia de una «tramitadora que trabaja desde Zaragoza». Dada la insistencia de K., le pasan la llamada o le prometen que la avisarán pero «por favor, no vuelva a llamar, ya le llamamos nosotros». La respuesta es siempre el silencio.

Finalmente K., en contra de sus convicciones, busca la intermediación de un amigo para contactar con un responsable de la aseguradora. Será la única persona de la que recibirá un trato afable en toda esta travesía. Le escucha, indaga, trata de darle explicaciones, le pide que espere a principios de abril porque hasta entonces el caso estará parado. Y K. confía y deja de insistir.

Ayer K. recibe una carta confirmándole que la aseguradora no se hará cargo de sus desperfectos pero que tiene a su disposición un Centro de Atención al Cliente y una Dirección de Reclamaciones. Firma la carta la «tramitadora de Zaragoza» con la que K. nunca logró hablar. Figura su teléfono directo y K., en un último patético impulso, marca y espera? pero nadie descuelga al otro lado.