No hay tantas diferencias entre la pintura pretérita de Francisco Fresno y la que desde ayer expone en la galería Gema Llamazares, aunque en una primera impresión nos sorprenda su diametral disparidad. Atrás han quedado sus edificios evanescentes, sus salpicaduras de gramos evaporados, sus encajes geométricos, o sus telas de araña prendidas de la niebla o de los sueños. Y hoy ha vuelto donde solía, a describir la realidad que contempla, pisa y siente.

Pero detrás de su retorno, a poco que se observe permanece el mismo sistema creativo, la misma mano minuciosa, inverosímilmente delicada hasta el punto que al mirar de cerca sus trabajos éstos no retrotraen a aquel mundo de la paciencia infinita, a los talleres donde surgieron los tapices de Aubusson o de la Real Fábrica se Santa Bárbara. Un bastidor, un entramado, y dónde alguien cosía un hilo, Paco Fresno aplica el extremo de la espátula enhebrada en óleo, y va tejiendo al dictado de su prodigiosa sensibilidad.

La ventaja de adelantarse a la hora prevista para la inauguración de una muestra artística es que ésta puede admirarse limpiamente, cabe la reflexión, el diálogo sensual. Así que bajé, no a los infiernos de Dante, sino al magnífico bosque que habita en el fondo de la sala, «Otoño. Paisaje en seis tiempos». Era su sitio perfecto; habrá un mañana en que las paredes se dolerán al desprenderse de él, de su madurez onírica, de sus profundidades y su silencio. Nunca antes se habían vestido de una naturaleza tan larga, tan nutrida de sugerencias, tan bella. Se adivinaban las orillas del Duero del otro lado de los leves senderos abiertos entre los árboles. «No, el Duero no, que es un bosque de León». Es lo mismo, pues viajemos hacia Zamora con el bosque y su suelo de matillo, sus umbrías, su vitalidad presentida. Hasta pude escuchar el sonido del agua lamiendo sus orillas.

«He intentado plasmar dos mundos a través de él -comentó Francisco Fresno-. Arriba permanece la luz, la vida y la energía, y abajo, en el suelo, todo se va descomponiendo. Los troncos comunican ambas realidades».

Un gran trabajo de cualquier modo, para mirarlo de lejos y soñar, pero cabe una pregunta: ¿dónde está la perspectiva del artista, como se concibe ésta si su mano tiene que tocar el lienzo? Imaginamos que yendo y viniendo, saliendo del bosque y entrando en él desde la distancia. Un juego en el que ha empleado seis meses, «muchas veces cayendo en una borrachera visual». Otra pregunta:¿cuándo se da por terminada una obra tan compleja? «Cuando me permite respirar, cuando deja de incordiarme, de crear tensión y al fin me relajo».

Cinco obras más completan la exposición, con una temática parecida. Frondosidades, naturaleza en estado puro, minúsculas puntadas de color. Frente al cuadro «Amanecer», Francisco Fresno explicaba cómo, en una mañana de niebla había subido al monte de Deva en busca de los perfiles difusos del ambiente, pero se encontró con un sol radiante que descansaba sobre la niebla del valle. De ahí su espléndido cromatismo, la riqueza del zarzal y el fulgor de la amanecida.