Maruja vive en una casería de los alrededores de Gijón. Es una mujer de mediana edad, acostumbrada a llevar una vida sencilla. Atender la casa, la huerta, las gallinas y ayudar a su marido con el llagar de sidra. Pero su día a día de típica aldeana asturiana no está en absoluto reñido con una abultada y boyante cuenta corriente, producto de los ahorros a lo largo de los años y de la herencia familiar por la venta de alguna que otra finca.

Maruja y su marido han sido invitados próximamente a una boda, y no están acostumbrados a esos menesteres. Tras una ajetreada mañana, decide aparcar les madreñes y la bata de andar por casa y bajar al centro de Gijón a ver lo que topa para tal evento. Sin maquillaje, sin peinado de peluquería, ni tampoco atuendo al último grito, se dispone a llamar a un taxi. Una vez en la ciudad, entra en una afamada boutique al tiempo que una mujer rubia de su quinta, ataviada esta con toda clase de abalorios y con un peinado tan acartonado por la laca, que sería capaz de soportar estoicamente ese nordeste tan desapacible que a menudo sopla por la zona de la playa de San Lorenzo. Maruja entra en la tienda y exclama, "buenos días. ¡Madre mía, vais a volar neños?, y eso que por aquí estáis rodeaos de edificios?!".

La rubia emperifollada la mira con desdén y se acerca al vendedor con sus cursis, maqueadas y artificiales formas, esbozando una despreciativa sonrisa. El vendedor no duda en dirigir primero su atención hacia la enlacada señora, preguntándole qué desea, y dando por hecho que aquella mujer "simple" en apariencia, no iba beneficiarle con alguna compra que resultara interesante. En ese momento entra en el comercio una tercera persona. La rubia enlacada se siente perturbada al ser descubierta en una boutique de lujo por la clienta que acaba de traspasar la puerta. Resulta ser su vecina, y conocedora por tanto, de que la pretenciosa mujer de posibles debe unos cuantos meses de comunidad, y de que estuvo incluso a punto de que le cortaran la luz. La candidata a Paris Hilton abandona súbitamente el local tan rápida y veloz como su ahuecado pelo le permite.

Mientras Maruja, relajada, a su aire, y sin nada que esconder, se dirige al vendedor. "Bueno, neñu, creo que me toca a mí. Voy a probar estos vestidinos, a ver con cuál me quedo". Al final decide llevar tres. Uno para la boda y los otros dos para empezar a restaurar su triste y anticuado armario. El vendedor, atónito, le pasa una factura de 450 euros. Maruja saca del bolso una vieja cartera repleta de billetes, ya que eso de pagar con tarjeta le resulta demasiado urbano y moderno para ella. El dependiente sonríe de oreja a oreja y la acompaña hasta la puerta.

Moraleja para el buen vendedor: No fiarse nunca de las apariencias y eliminar prejuicios que le hagan correr el riesgo de perder una buena venta, o lo que sería aún peor, una posible buena clienta.

¿Quién nos dice a nosotros, que Maruja no decide transformar su armario al completo?