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Viaje a 1988 (I)

Desnuda elocuencia

El paredón de cemento de la trasera del Museo Barjola, que se inauguró el 16 de diciembre de aquel año, daba pie a intervenciones que quedaron en inocentadas

La trasera del Museo Barjola. ÁNGEL GONZÁLEZ. INTERVENCIÓN SOBRE LA FOTOGRAFÍA: ANA L. CHICANO

La realidad no se esfuma

como se esfuman los sueños.

Wislawa Szymborska

Emprendo un viaje insólito, me traslado a otra época. Una máxima me guía: "No hay nada como viajar para darte cuenta de que estabas equivocado". Inicio mi periplo ligero de equipaje. No necesito más que lo puesto, un bolígrafo y una libreta. Comienzo mi aventura casi de casualidad al introducirme en esa extraordinaria máquina del tiempo que es el Archivo Municipal de Gijón. Pretendo ir, a través de la puerta de los periódicos, hasta el año 1988, pero sin un objetivo concreto. Intuía que aquel había sido un año crucial para la ciudad y para Asturias, pero ignoraba en qué medida.

Como soy incapaz de ajustar con precisión mi llegada, arribo a la villa de Jovellanos un poco antes del año previsto, para ser exactos, el lunes 28 de diciembre de 1987, día de los Santos Inocentes. Tengo la suerte de encontrarme con dos personas excepcionales, dos filósofos de lo cotidiano, los humoristas gráficos Chumy Chúmez y Ramón. Ellos, con sus viñetas diarias, me van a mostrar las poliédricas caras de la realidad. Chumy, como bienvenida, me enseña lo que acaba de dibujar: un tipo de apariencia estricta leyendo un periódico. Su dibujo me dice mirándome severo a los ojos: "El que no está conmigo está contra mí. Sobre todo si escribe en los periódicos". Tomo nota.

Me propongo recoger por escrito las impresiones de este periplo, pero será un diario a vuela pluma, notas volátiles de un viajero, no rigurosas conclusiones de un historiador.

Recorro la ciudad viéndola con ojos asombrados. Son ojos nuevos que me he puesto para evitar dejarme guiar por ideas preconcebidas. De inmediato, reconozco las calles, los edificios y la playa de Gijón; sin embargo, lo que contemplo me parece extraño, como si fuese un lugar en el que nunca hubiese estado.

Mis pasos errantes me llevan a la calle San Melchor de Quirós, justo detrás del edificio en obras de la capilla de la Trinidad, que va a dedicarse, por lo visto, a museo exclusivo de un tal Juan Barjola, pintor extremeño. Este artista expresionista ha donado más de cien obras a la ciudad con la insignificante condición de que se habilite un edificio para albergarlas.

Nada más entrar en esa pequeña vía pública, una señora amable y elegante me ofrece un llavero del personaje que lleva el nombre de la calle.

-Por solo veinte duros -todavía faltaban catorce años para que se instaurase el euro- puede usted comprar este precioso llavero de Fray Melchor García San Pedro.

La señora lee en mi cara que no tengo ni idea de quién es ese Fray Melchor y pasa a ilustrarme sin pedírselo:

-Fray Melchor es el primer santo asturiano.

Trato de no ofenderla.

-Muchas gracias, señora, por su ofrecimiento, pero ni uso llaveros ni me encomiendo a ningún santo.

Ella insiste con un argumento de peso:

-Pues, fíjese, joven, hasta el señor presidente del Principado, don Pedro de Silva, que es del Partido Socialista, irá a Roma a la santificación de fray Melchor por el papa Juan Pablo II.

Me libran de la señora promotora del santo una pareja de ancianos, supongo que para ella más proclives a ser convencidos.

Un poco más allá me tropiezo con un grupo de hombres discutiendo acalorados. Su debate se centra en vituperar el enorme paredón de cemento frío y ceniciento que cierra lo que será el futuro contenedor de obras artísticas de Barjola.

Un tipo de voz tonante increpa a los otros asegurando que son unos ignorantes, que no entienden nada, que siempre tienen que venir de fuera para destacar lo bien que aquí se hacen las cosas. Con gran ceremonia, despliega El Comercio, periódico local de la ciudad -la hoja parroquial, la llama uno-, en el que se destaca que ese muro ha sido premiado por importantísimos expertos de Nueva York, y lee por qué se le ha otorgado tal galardón en tono de locutor grandilocuente: "Se le concede este premio por su desnuda elocuencia, y por la oportunidad que proporciona para la creación de grafitis". Me quedo boquiabierto. Informa también de que el galardón será entregado al día siguiente por el embajador norteamericano en la Consejería de Educación y Deportes. Los otros no parecen impresionados por la noticia y, como maestros que son en lo que aquí llaman la coña marinera, se despachan a gusto. Un guasón afirma que ese paredón solo va servir para que los perros marquen el territorio, y propone que se llame "la paredona de atrás para el pis y el pas"; otro dice que se parece al muro de las lamentaciones de Jerusalén, y que podemos ir a llorar en él "nuestres penes playes", y un tercero considera que atraeríamos más turismo que el que va a los Picos de Europa si se convirtiera esa mole en una formidable pared de escalada.

Tras esta tormenta de ideas que se lleva un potente soplo del Nordeste, regreso a 2015 consternado por mi triple ignorancia: por no tener ni idea del santo asturiano, por no haberme enterado de ese premio a la desnuda elocuencia y por no saber apreciar el mérito que le ven los expertos neoyorquinos a ese gran posible lienzo para grafiteros. Recapacito contemplándolo con calma y pienso que sería fabuloso poder disfrutar en esa superficie de alguna obra del enigmático Banksy, que ahora acaba de inaugurar un antiparque temático; o de la poesía del color de los Boa Mistura, o, mejor, llenando ese vacío tristón con pinturas murales realizadas por esos extraordinarios artistas asturianos a los que la famosa niebla de esta región, que parece afectar a algunas meninges políticas, ha convertido en invisibles.

Aprovecho para revisitar la calle San Melchor de Quirós, antes callejuela triste y hoy convertida en delicioso paseo peatonal. Ahí sigue la ostentosa parte trasera del Museo Barjola, sin una placa que recuerde el premio y sin un grafiti que la dignifique.

De repente, se me enciende una bombilla: ¿cuándo se publicó la noticia del premio? El 27 de diciembre, domingo. Al día siguiente, lunes, no salían los periódicos en aquella época. Entonces aquello no era más que una?una?sí, una inocentada del periódico. A mi sentimiento de ignorancia se une un sentimiento de vergüenza por haberme tragado aquel bulo sin haberlo masticado. Pero a pesar del azoramiento, reconozco, eso sí, que la broma había estado bien, muy, muy bien urdida, y que la sugerencia grafitera sigue sirviendo sin duda para revitalizar ese paredón que continúa esperando imaginación.

Al día siguiente, atravieso de nuevo la puerta del tiempo. Me voy presuroso al cine. Se me objetará que es absurdo viajar al pasado para sentarse en una sala oscura y ponerse a ver una película, por muy buena que sea. Pero esta decisión tiene su explicación. No voy a ir a un cine cualquiera, sino al teatro Jovellanos. Es el día 29 de diciembre de 1987 y voy a ser testigo de la última cinta que se proyectará en ese emblemático coliseo antes de su cierre, tras una fructífera vida de cuarenta y cinco años y veintidós días. Sólo veinte espectadores desperdigados por el patio de butacas decimos adiós in situ al gran espacio teatral y cinematográfico de la ciudad. El título de la película que se proyecta parece haber sido escogido con cuidado para esta despedida: "Muerte antes que deshonor". No soy capaz de recordar nada del film que he visto. Sólo recuerdo el grito desgarrador que alguien lanzó poco antes de que apareciera la palabra fin: "¡El Jovellanos ha muerto, tenemos que resucitarlo!".

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