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Otavio, el piel roja de boina marinera

"El Mercrominu", peón en una fábrica de vidrio, iba en zapatillas, con la cara pintada, y compraba matarratas de forma compulsiva

Otavio, al natural, con la cara roja.

Generaciones enteras de gijoneses contemplaron con asombro durante años que el tradicional desinfectante líquido a base de mercurio y bromo, de intenso color rojo, para el tratamiento de heridas superficiales había quien lo usaba como loción para la piel.

Se llamaba Otavio, la versión marinera y gijonesa de Octavio, aunque la mayoría se referían a él como "El Mercrominu" -también conocido, según edad, por "El Barrunta" o incluso "El Chaquetu"-. Al principio tintaba los labios de rojo, quizás con un pintalabios, y con ellos encarnados recorría las calles de la ciudad. Poco a poco tornó el "colorete" por dosis de mercromina que fueron "in crescendo" sin solución de continuidad. Primero la cara, luego las manos. Hasta teñirse de rojo desde la cabeza a los pies.

Su atuendo pocas veces variaba aunque este singular ciudadano no destacaba por el mal olor de su ropa. Deambulaba ataviado con su inseparable y raída boina de marinero, una americana de amplio tallaje para su escasa corpulencia, un pantalón de mahón oscuro más entallado y algo caído, unas zapatillas de las de andar por casa, siempre de cuadros y de varios números más que lo que requerían sus pies. A última hora apoyaba sus encorvados andares en un bastón que sujetaba con su mano derecha. Miraba poco, con semblante serio, hablaba menos y parecía ir siempre con prisa en sus destartalados andares. A veces, arrastrando por el suelo las zapatillas. Y no en pocas ocasiones cargaba con una bolsa de plástico, como de supermercado, cuyo contenido es una incógnita que la rumorología civil se atreve a desvelar inclinándose porque Otavio compraba magdalenas y latas de bonito. Hablaba canturreando, poco, y con las manos en los bolsillos, lo que le cubría de un mayor halo de misterio.

Por los mentideros atestiguan que el primer contacto de Otavio con la "mercromina" llegó mientras estaba empleado como peón en la fábrica de vidrio de La Industria y Laviada, S. A., otrora situada en la calle Magnus Blistak y a la que siempre acudía a trabajar en bicicleta, ataviado con un mono de mahón y una boina calada. Apunta la cultura popular que el practicante de la fábrica se la aplicaba para curarle los mordiscos que le asestaban las ratas, unos roedores que le trajeron de cabeza hasta sus últimos días pues compraba cantidades ingentes de matarratas con periodicidad. Era una obsesión.

Tiempo después, y antes de ofuscarse con el líquido elemento introducido en España a mediados de los años 30 por el químico José Antonio Serrallach Julià, sufrió un aparatoso accidente en la fábrica de vidrio en la que trabajó hasta mediados de los años ochenta. Otavio se cayó de una de las chimeneas mientras la estaba reparando y tal fue el golpe que sus compañeros de oficio le dieron incluso por muerto. Relata la leyenda que incluso le llegaron a tapar con una manta, tendido en el suelo, durante un buen rato, hasta que alguien comprobó que todavía respiraba. Y aunque aturdido -muchos sitúan esa caída como el inicio de su demencia- revivió y aguantó el tirón unos cuantos años más.

Tal fue popularidad en vida que pese a haber fallecido ya hace varios años -en torno a 2005- su esencia y recuerdo permanecen vigentes, y son muchos los que aún le recuerdan a través de las redes sociales. Por ejemplo, cuenta con perfil propio en Facebook, o multitud de entradas y comentarios en diferentes blogs relativos a la historia de los personajes de Gijón. Cada uno con su aportación, y no falta quienes afirman que poseía un dineral en el banco. Incluso, la propia experiencia vital de muchos que relatan sus esporádicos encuentros callejeros con "El Mercrominu" a quien era común verle sentado por los bancos de la calle Palacio Valdés (conocida popularmente como "La acerona") o transitando vía arriba y vía abajo por las calles Covadonga, Asturias, el paseo de Begoña, Pablo Iglesias, avenida de la Costa o Hermanos Felgueroso -donde se cree que pernoctaba entre la basura, como un Diógenes gijonés-, entre otras muchas rutas que solía patear en zapatillas, con destino fijo a ninguna parte.

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