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Ave, poetisa

Esperanza Sorribas encontró la inspiración en Gijón, siempre al lado de sus palomas, a las que dio de comer hasta 1998, y regaló sus versos a muchos ciudadanos

Esperanza Sorribas, rodeada de palomas.

"Se equivocó la paloma, se equivocaba. Por ir al norte fue al sur, creyó que el trigo era el agua. Creyó que el mar era el cielo, que la noche la mañana. Que las estrellas rocío, que la calor la nevada. Que tu falda era tu blusa, que tu corazón su casa. (Ella se durmió en la orilla, tú en la cumbre de una rama)". Y como a la protagonista de la obra del gaditano Rafael Alberti, a Esperanza Sorribas Molleda también la llamaron loca por dar de comer a las palomas porque sólo los cuerdos se creen siempre en posesión de la verdad.

Han pasado dieciocho años desde que las palomas de la ciudad llenan los buches sin esperanza y los gijoneses añoran a alguien que les recite versos porque Esperanza Sorribas, mierense de nacimiento, repartía migas a partes iguales entre sus dos pasiones. Migas de pan para sus aves y migas de literatura con las poesías que regalaba a los viandantes, por sorpresa y a quien ella quería. "Auto Escuela Tuya, donde los mejores grandes conductores, salieron allí, especializados y bien preparados, para conducir", rescató Fernando Poblet en su "Guía indiscreta de Gijón". Muchos de sus textos, también, quedaron inmortalizados como cartas al director en la prensa local.

Esperanza, de pelo cano, siempre con una sonrisa, con un buen gesto y una mirada penetrante proveniente de sus ojos azules que le facilitaban su robusta capacidad de observación y fortalecían sus aires casi aristocráticos que desprendía su figura pese a un atuendo andrajoso causados por el azote de la vida y senectud. Era cariñosa, siempre con buenas palabras y habitual comensal en la sidrería Tineo donde el recuerdo de Sorribas permanece intacto. Ella, se sentaba en un banco y las zuritas dejaban de revolotear para acomodarse a su vera, encima de las piernas a veces. Hay quien apunta a que incluso las conocía por su nombre. Unos rasgos que se asemejan a la señora de las palomas de la imborrable "Mary Poppins" en la escalinata de la Catedral de Londres, para llegar a más generaciones en la descripción de Sorribas.

Veía poco la televisión, según atestiguaron entonces sus allegados, porque se disgustaba frente a la caja tonta con las películas en que aparecían personajes de mala condición. Se levantaba del sillón y con aspavientos protestaba por la actitud de algunos actores al entender que esas personas que la indignaban a través de la pantalla también existían en la realidad. Pero en casa pasaba poco tiempo. No hubo plaza o calle en que "la poetisa de les palomes", como se acuñó con cariño, no repartiera un mendrugo de pan pedacito a pedacito o una buena ración de arroz. En la plazuela de San Miguel, en las plazas del Seis de Agosto y del Instituto, en el paseo de Begoña o al grito de "palomines de Jacobo Olañeta, la pancheta", por ejemplo. Y así estuvo día tras días hasta que el lunes 9 de noviembre de 1998 fallecía a los 77 años en el hospital de Cabueñes después de un mes ingresada a causa de la enfermedad que acabó con su vida.

Comenzó entonces su recuerdo imborrable porque, del mismo modo que ocurre con el toro de Osborne en las carreteras y autopistas de España, Esperanza Sorribas era una pieza indisoluble del paisaje de ciudad. Al punto de que pocos meses después de su muerte, conscientes de la particular huella de la poetisa en Gijón, el Partido Popular, encabezado entonces por Mercedes Fernández, llevó a Pleno la propuesta de inmortalizar su figura a través de una escultura. Una iniciativa que no fructificó y que pudo evitar que las casi dos décadas desde su desaparición hayan menguado la transmisión oral de generación en generación de quien era la artista de las palabras.

Nació en Mieres y estudió en la escuela de Concha Lastra, en la misma localidad de la Cuenca, pero siempre sintió predilección por Gijón. Tras la muerte de su marido, Gerardo Laguillo, vio el cielo abierto para asentarse en la capital marítima del Principado. Comenzó entonces un vínculo indisoluble con las palomas de testigo y también los gatos. A ambos colectivos los alimentó y defendió de los desaprensivos pues tenía por costumbre reprender a quien intentaba incomodar su anodina vida animal sólo animada cuando su musa les recitaba a Gardel y a buen seguro aquello de "que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra. Vivir".

Familiares, amigos y conocidos colgaron el cartel de "no hay billetes" la mañana del 11 de noviembre para rendirle el último tributo en la iglesia parroquial del Corazón de María. Esperanza Sorribas vivía cerca de los muros claretianos, apenas unos metros separaban su casa, en el número 9 de la calle Balmes -paralela a la avenida Pablo Iglesias y acotada por las calles Ramón y Cajal y Usandizaga- del templo donde se le dijo adiós. Tras los responsos, el féretro de la poetisa fue trasladado hasta la localidad de Ciriego, en Cantabria, donde Esperanza fue enterrada junto a su marido Gerardo Laguillo. Una última voluntad que, como sus poemas, dejó escrita antes de echar a volar.

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