Tarde densa en acontecimientos y significados, que marcan el culmen de la vida de Cristo en la tierra, había dicho Javier Gómez Cuesta, párroco de la iglesia Mayor de San Pedro, en la homilía del oficio previo a la procesión del Vía Crucis del Santo Cristo de la Misericordia y de los Mártires. Y se preguntó: ¿Quién era Él para nosotros y quienes somos nosotros para Él? La diferencia no se puede medir con dimensiones humanas. Jesús nos dio su vida después de un largo penar, y nosotros hasta lo olvidamos, inmersos en lo material, en la indiferencia o en la ignorancia. Era la última tarde que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario, y no quiso dejarnos un simple recuerdo, o una imagen que se desdibuja con el tiempo. No, se quedó Él bajo las especies de pan y vino. De modo que el Jueves Santo, a la pena por su sufrimiento y muerte, se suma la alegría de la Eucaristía. Quién no necesitaba nada no prescindió de nosotros.

Ayer, la Cofradía de la Santa Misericordia nos ofreció la oportunidad de meditar estas cosas. Su testamento estaba firmado, a Jesús sólo le faltaba llegar al Gólgota para morir. Y la preciosa imagen de Cristo Crucificado, obra del escultor salmantino Francisco González Macías, emprendió la marcha hacia su destino final.

No hubo piedad para Él. En el juicio que lo condenó a muerte, como dijo un eminente jurista, se conculcaron todos y cada uno de los aspectos de la ley. Y allí estaba, a las puertas de la iglesia esperando emprender la marcha hacía el Calvario, rodeado de claveles rojos y de una multitud como nunca hemos visto en los últimos años. Tenía la cabeza inclinada, la mirada baja, le costaría trabajo respirar. Estudios clínicos posteriores aseguran que lo que determinó su muerte fue la falta de oxígeno, debido a su postura. Y al final le falló el corazón.

El viento había calmado. Tañeron las campanas de la iglesia señalando las ocho. La cofradía del Santo Sepulcro, abrió la marcha, seguida de la Santa Vera Cruz con sus estandartes.

Sonaron las carracas y la Santa Misericordia se sumó al cortejo llevando el pebetero y la corona de espinas. Silencio. Como es tradición, el conde de Revillagigedo, Álvaro Armada, por ser el representante de la familia que en siglo XVII introdujo los desfiles de la Semana Santa en Gijón, dio tres golpes al campanil del paso del Cristo de la Misericordia y de los Mártires.

Una voz clamó: ¡Arriba!. Veinticuatro costaleros lo alzaron y en ese instante la Banda de Música de Gijón entonó el Himno Nacional.

Salió a la explanada, donde aguardaba una muchedumbre. Le seguían los sacerdotes Javier Gómez Cuesta y Constantino Hevia, el conde de Revillagigedo, el ex pregonero Paulino Tuñón, y los representantes de las tres cofradías penitenciales. El Vía Crucis estaba escrito por el propio párroco de San Pedro. Primer estación; Jesús es condenado a muerte. Después de una breve meditación, se rezó un padrenuestro en cada una de las estaciones. La segunda se hizo en el Campo Valdés, la tercera a la altura de la antigua Pescadería, y así sucesivamente hasta llegar de nuevo a la iglesia ante cuyo pórtico se ofició la XIV.