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El discípulo más longevo de San Ignacio

José María Acebal, que formó parte de la primera promoción del colegio tras la guerra, es el antiguo alumno seglar más veterano de la Inmaculada

Imágenes de su etapa como colegial en el centro de los jesuitas. JUAN PLAZA

Del mismo modo que Íñigo López Sánchez (Azpeitia, 1491 - Roma, 1556) cambió las armas por la fe tras caer herido en la defensa de Pamplona en 1521, los jesuitas devolvieron la vida educativa al interior de los muros del cuartel de Simancas, hoy colegio de la Inmaculada, y que tuvo en 1946 su primera promoción de colegiales tras la Guerra Civil. El único testigo vivo de aquella promoción es José María Acebal Fernández, que a sus 90 años recuerda con envidiable claridad sus ratos de estudio y enredo al amparo de los jesuitas, que esta tarde, a las 20 horas, rinden homenaje a su fundador con una misa en recuerdo de los 461 años de su muerte.

De muchas de esas misas, tanto ante la virgen de la Inmaculada original como la actual, ha sido testigo José María Acebal Fernández, que figura junto a otros dieciocho compañeros en la primera orla colocada en el claustro del centro. Esta promoción, la de 1946, fue testigo de los destrozos que en el edificio provocó la contienda civil: agujeros de bala en las paredes y árboles y muros derruidos. A ellos también les tocó colaborar en su reconstrucción. "Entre clase y clase nos daban una pala para trabajar, así fuimos haciendo el campo de fútbol", recuerda Acebal. Al cavar se iban encontrando cascos militares, balas y variopintos materiales de guerra que estaban allí enterrados. "Un día encontramos una bomba que no llegó a explosionar de la época del cuartel, en cuanto la vimos echamos todos a correr", desvela el antiguo alumno seglar y vivo más longevo de la Inmaculada -el más veterano es el jesuita Enrique von Riedt Meana, de la promoción de 1930, que vive en Salamanca y fue rector del centro entre 1953 y 1959.

José María Acebal guarda devoción por San Ignacio de Loyola, "un hombre bueno", pero se emociona, con lágrimas en los ojos, al hablar de sus recuerdos bajo el manto de la virgen Inmaculada. Él es de los pocos que todavía conservan en la retina la primera imagen de la virgen, que desapareció sin dejar rastro, de la noche a la mañana, durante la Guerra Civil. "Era muy guapa, muy blanca, inmaculada; la de ahora no está mal pero es otro estilo, la primera tenía más olor de colegio", describe Acebal a las puertas del centro. "Esto era lo mejor que había en Gijón, un colegio maravilloso", recuerda con lágrimas. Allí hizo buenos amigos, "éramos pocos y todos fuimos siempre una piña" -sostiene- a pesar de los golpes que le propinaba con el anillo el padre Hermida y que hoy Acebal recuerda con una sonrisa y sin rencores. "Todos mis compañeros se portaban bien menos yo", bromea en la víspera de la celebración religiosa por el fundador de la Compañía de Jesús.

La vida de San Ignacio de Loyola, cuya onomástica se celebra hoy, y la historia del colegio de la Inmaculada comparten la vivencia del tránsito del belicismo al pacifismo. El santo canonizado en 1622 por el papa Gregorio XV aprovechó su convalecencia después de que una bala de cañón le fracturase una pierna y le lesionase la otra para leer. Al principio devoró novelas de caballería pero, cuando éstas se acabaron, abrió las páginas de las vidas de santos, como la del cartujo Ludolfo de Sajonia, y la religiosidad le cautivó. Ese fue el germen que prendió la fe en San Ignacio y que le llevó a fundar la Compañía de Jesús.

Sus discípulos llegaron a Gijón, "Ad maiorem Dei gloriam", a finales del siglo XIX colocando la primera piedra del colegio el 3 de febrero de 1889 para abrir sus puertas a los alumnos un año más tarde. Su obra en la ciudad -a través del Hogar San José, el Revillagigedo, su paso por la Laboral, el propio colegio y la labor personal de hombres como el padre Máximo, el padre Granda, el padre Patac o el padre Laínz, por ejemplo- son ya conocidos y reconocidos después de que este año se les concediese la Medalla de Oro de la ciudad. Hoy la familia jesuítica recordará rezando a quien impulsó esta obra en 1534. Allí estará, con su vitalidad, su sonrisa y buen humor, José María Acebal, el alumno más longevo de los jesuitas en Gijón.

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