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El ombligo de la "belle époque"

Bajo el subsuelo de la plaza se encuentran los restos del acueducto de La Matriz, la primera traída de aguas de la ciudad

El céntrico espacio urbano, en una foto de época.

Si hace 150 años nos situásemos en el centro de lo que hoy es la plaza de Evaristo Fernández de San Miguel nos encontraríamos a las afueras de la villa, ante una vasta planicie bañada por el mar hacia levante, cercada al poniente por la elevación que hoy acoge al paseo de Begoña y al sur por las colinas del Coto de San Nicolás y Ceares. Hacia el norte veríamos la ermita de Santa Catalina coronando el Cerro y la torre del Reloj dominando la población, que en este punto quedaba separada del arenal por las tapias y muros de un baluarte de la fortificación levantada durante la primera guerra carlista aunque, en esa zona, nunca llegó a terminarse con la envergadura con la que había sido proyectada en 1837 por Celestino del Piélago.

Dejando la ciudad a nuestras espaldas, estaríamos ante un paisaje abierto en el que veríamos como, a pesar de los rellenos efectuados por el Marqués de Casa Valdés desde la década de 1850 tras adquirir al Municipio la mayor parte de estos terrenos, con vientos fuertes la arena aún se movía libremente, percibiríamos el olor a salitre y oiríamos la rompiente de la playa de San Lorenzo. Un paisaje que había permanecido casi inmutable durante milenios pero que hace siglo y medio estaba llamado a desaparecer en aras del progreso. Gijón quedó en 1867 libre de las servidumbres impuestas por su condición de plaza fuerte, propiciando que en octubre de ese mismo año se aprobase el plano de ensanche sobre el arenal de San Lorenzo trazado por los arquitectos Palacios y Díaz y el ingeniero García de los Ríos, el mayor logro urbanístico de aquella época y origen de la parte oriental del actual centro urbano y del barrio de La Arena.

En aquella gran extensión de terreno esta plaza elíptica fue la única zona verde que se ejecutó tal cual fue concebida en ese documento. La desproporción entre la superficie de la plaza y la de la totalidad del ensanche es evidente -la especulación urbanística es ya tradición histórica- y quizás de ahí provenga la singularidad de que el mítico grandonismo gijonés y su afición por los aumentativos tuviese aquí el contrapunto de considerar San Miguel plazuela en lugar de plaza.

En todo caso durante la "belle époque" gijonesa la plazuela se convirtió en el ombligo de Gijón, entre la playa y Begoña, entre Cimavilla y Los Campos Elíseos, y era cruzada por miles de personas en fechas señaladas mediante la línea del tranvía de Somió que acarreó durante décadas -primero atravesando su eje y después circundándola- a locales y visitantes hacia Los Campos, la plaza de toros y los merenderos de La Guía y Villamanín.

Bajo el subsuelo de la plaza están los restos del acueducto de La Matriz, la primera traída de aguas con que contó Gijón, construido a mediados del siglo XVII. Sobre el terreno se mantiene el mismo diseño de la zona ajardinada, con la doble hilera de tilos dominando el paseo central, mientras una gran variedad de especies de arbolado y vegetación se han sucedido en el espacio restante. En la década de 1920 se ubicaron en ella dos hitos: el monumento a San Miguel y una columna con reloj de 1899 proveniente de la calle Corrida y que hoy se encuentra abandonada y sin su esfera en el parque de Isabel la Católica.

El perímetro de la plaza es un resumen completo de la arquitectura contemporánea gijonesa, incluyendo algún mazacote desarrollista y los poco afortunados recrecidos de las últimas décadas del siglo XX.

El edificio más antiguo, entre las calles Covadonga y Menéndez Valdés, fue realizado por el maestro de obras Pedro Cabal en 1893 y en él pueden apreciarse el buen hacer de estos profesionales hoy olvidados que levantaron casi la mitad de las construcciones iniciales de la plaza.

En el lado casi opuesto, se ubica el inmueble que fue la sede del café San Miguel durante casi un siglo, con su empaque plenamente ecléctico y que es una de las primeras obras del arquitecto Manuel del Busto en la ciudad. Su hijo Juan Manuel proyecto el edificio Art-Decó que hace esquina con la calle Celestino Junquera y ambos abordaron en 1931 el diseño del colindante -el nº 10- siguiendo la misma estética y con la llamativa representación del dios azteca Quetzalcóatl sobre el portal. Por su parte, el gusto historicista propio de los años veinte queda representado por el edificio emplazado entre Ruiz Gómez y Uría, obra de Mariano Marín de la Viña.

Entre Menéndez Valdés y Capua se alza el que fue en su momento el edificio de viviendas más alto de Asturias, proyectado en 1935 por Manuel García Rodríguez y Joaquín Ortiz, aunque no se finalizó hasta una década más tarde. Esta gran construcción racionalista contrasta con el kiosco de la plaza, también obra de García Rodríguez.

Cierra el elenco el edificio del banco de Santander, entre Capua y Cura Sama, muestra de la contada arquitectura de calidad realizada en los años setenta, en este caso obra de Miguel Díaz y Negrete.

Todo este patrimonio y toda esta historia quedan en nada si no se reivindican y no se dan a conocer. Vivimos tiempos de desmemoria, fruto de una política cultural que ha dejado al margen de sus prioridades dar a conocer la historia contemporánea de la ciudad. Hace un par de años el edificio del Ayuntamiento cumplió siglo y medio y no fue posible ni tan siquiera realizar una jornada de puertas abiertas, el año pasado las estatuas de Jovellanos y de Pelayo llegaron a los 125 años y, oficialmente, no hubo ni una sola iniciativa para recordarlo. Ahora tocaría conmemorar los orígenes de uno de nuestros espacios urbanos más significativos, la plazuela, y de todo un barrio, el de La Arena, pero es muy probable que desde el Consistorio todo quede sumido en la nada que a estos efectos nos envuelve durante el último lustro.

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