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ÁLVARO RODRÍGUEZ PIÑERA | BAILARÍN DE DANZA CLÁSICA

El sacrificio de ponerse de puntillas

El solista del Ballet de la Ópera de Burdeos y alma de la Gala Internacional de Gijón intuyó su vocación a los 4 años en el teatro Jovellanos

El sacrificio de ponerse de puntillas

Tiene el aspecto de un gamo en plena forma que supiera hacer de los movimientos de su cuerpo una elegía de la libertad. Y también de la sutil gracia que se desprende de las armonías de unos pasos: del "arabesque a la "fouetté", y por ahí seguido. Mide ciento ochenta centímetros y pesa setenta kilos. Por su físico fibroso se le asocia a los bailarines tipo Nijinski, más que a los de músculo elástico, y aunque lo suyo es la danza clásica tiene algo racial que le permite bordar la especialidad española. Siempre ha querido ser lo que es, desde que con cuatro años vio una función de "El lago de los cisnes" en el teatro Jovellanos. Fue uno de esos momentos epifánicos que alumbran una vida. Y no ha sido un Billy Eliot, como quiere el tópico periodístico, forzado a pelear con la incomprensión familiar, al igual que le ocurre al personaje de la hermosa película de Stephen Daldry. Al gijonés Álvaro Rodríguez Piñera le entendieron en casa, desde el primero momento, la vocación. Y ahí está: bailarín solista del Ballet de la Ópera de Burdeos.

Un artista sin ínfulas, pero muy consciente de las exigencias del arte y del público a los que sirve. Ha vuelto estos días a Gijón, la ciudad en la que nació un 14 de septiembre de 1989. Un regreso para dirigir -en el mismo Jovellanos en el que el niño de cuatro años que fue quedó atrapado para siempre por las coreografías de Reisinger y la música de Chaikovsky- la Gala Internacional de Ballet. Su exhaustivo conocimiento de lo que bailan los principales cuerpos de danza de Europa, de Londres a Berlín, ha permitido montar esta cita estival única en el Principado por la calidad de los artistas invitados. Este año se pudo disfrutar, además, de una coreografía del propio Álvaro Rodríguez Piñera: la pieza "Asturias", con música de Albéniz y con la querencia del artista gijonés por la danza española.

La historia de todo bailarín de danza clásica resulta una minuciosa y reiterada enumeración de sacrificios, uno de esos noviazgos eternos con la disciplina, la autoexigencia, el control y el esfuerzo permanente. Hay que forjar el cuerpo, que es el instrumento, para la ardua tarea de moverse por los escenarios como seres que lidian elegantes con las resistencias del espacio y la materia. También la aún joven biografía de Álvaro Rodríguez Piñera está llena de esas ofrendas en el inconmovible altar de la abnegación. No hay gran bailarín que no sea la suma de numerosas renuncias y de una contundente seguridad interior: lo puedo hacer, lo voy a hacer. Y la consecuencia añadida de una vuelta de tuerca: sé que aún lo puedo hacer mejor.

Los profesionales de la danza, como es el caso del solista del Ballet de la Ópera de Burdeos, recolectan un momento el triunfo de los aplausos tras una actuación memorable. Pero no suelen irse a la barra de la esquina a celebrar con champán su éxito. Quien les espera en ocasiones es el fisioterapeuta capaz de aliviar siquiera un poco la tensión de los músculos, el dolor de los huesos, la abrumadora sensación de llevar el propio cuerpo un poco más allá de lo posible. Tan sólo bolsas de hielo, como los atletas de alta competición. O sea, que hablamos de una escuela de vida presidida por el rigor, como suele repetir Álvaro Rodríguez Piñera. Una palestra en la que no sirven las autoexculpaciones y en la que es muy importante madurar pronto si uno quiere estar ahí, en primera línea y entre los mejores. Saben que forman parte de una élite que domina el arte de poner de puntillas nuestra admiración. Una responsabilidad.

Hijo de José Manuel y Ana, un comercial y una profesora que bailó hasta los catorce años, Álvaro Rodríguez Piñera hereda por vía materna esa conmoción por el baile y la danza. Como fue precoz, lo matricularon a los seis años en la gijonesa Academia Karel. Antes aprendió danza regional en el Grupo Covadonga, hasta que le dijo a sus progenitores que no, que lo suyo era lo que había contemplado en el teatro Jovellanos aquella tarde de sus cuatro años.

Tuvo siempre, como se ha dicho, el apoyo familiar. Pero le pusieron una condición: acabar la educación secundaria y la prueba de acceso a la universidad. Cumplió. Concluyó en Gijón el Grado Elemental y el Medio de Danza Española. Hizo con quince años las pruebas del Real Conservatorio Profesional de Danza, en Madrid. Y pasó las dos: la de danza clásica y la de danza española. La dirección del centró le encauzó hacia la primera alternativa. No se ha arrepentido, pero confiesa que no ha olvidado la castañuela. Es más, esa versatilidad le ha abierto escenarios.

Un adolescente de quince años que vivía con otros dos compañeros en un apartamento. Con esa experiencia, aprendió a gestionar la independencia y el poco tiempo que le dejaban las doce horas de dedicación académica: la danza y el Bachillerato.

Dos años más tarde, con tan sólo diecisiete, Álvaro Rodríguez Piñera se convirtió en un profesional. No es algo baladí en un país en el que resulta muy difícil vivir de la danza por la escasez de salidas, casi todas conducentes a la Compañía Nacional de Danza. Esta institución depende del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música. Debutó con la Europe Dance Joven, con la que hizo una gira continental que le abrió las puertas de Francia.

Los franceses tienen una especial adoración por la danza. Buena parte del vocabulario de este arte está atravesado por la lengua de Víctor Hugo. Álvaro Rodríguez Piñera lleva una década en Burdeos y ha bailado en escenarios que van de China a Turquía. Y se ha ido metiendo en el escalafón: como solista, ocupa el tercer peldaño en el cuerpo de baile, sólo por detrás del primer solista y del bailarín principal. Son setenta u ochenta funciones al año. A partir de los veinticinco años, los músculos y los huesos pierden un punto de elasticidad. Pero la autoexigencia no disminuye ni un ápice: dar lo mejor de uno en cada espectáculo. Y hay una convicción entre los que saben: es tan difícil o más mantenerse que llegar. Delicados mecanismos entrenados para la belleza.

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