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Héctor Blanco revela a partir de dos cuadros de Piñole el Gijón que quiso ser parisino

La ciudad, conocida como el "Chiquito Londres" por su expansión industrial, miró sin embargo hacia la capital de las Luces entre 1880 y 1920

Héctor Blanco, ayer, antes de su conferencia. ÁNGEL GONZÁLEZ

Ha pasado poco más de un siglo desde que Nicanor Piñole (Gijón, 1878-1978) pintara "La calle de los Moros" (1914) y "La calle Corrida" (1916). Dos cuadros que pueden verse en el museo que lleva el nombre del artista, en la plaza de Europa, y que son una extraordinaria suma de pistas sobre una ciudad que aún existe y otra que fue borrada por la expansión urbanística. Y de los que cabe deducir, además, una tercera urbe imaginada por arquitectos o planificadores de la que aún se conservan edificios, trazas y tal vez un aire de época que el ojo experto aprecia. A desentrañar esos estratos dedicó ayer Héctor Blanco (Mieres, 1970) su minuciosa e informada conferencia "El Gijón de la Belle Epoque: paisajes urbanos (1880-1920)". El historiador y colaborador de LA NUEVA ESPAÑA demostró, con su exacta y entretenida erudición, que la mayor ciudad asturiana quiso parecerse mucho más -siquiera en construcciones y tipología urbanística- al París que ensanchó el barón Haussmann que a la victoriana capital británica.

"Hay que analizar el contexto en el que Piñole pintó esos dos cuadros, que son parte de un Gijón que aún existe y otro que ya no", explicó Blanco. Dos espacios del Gijón del ensanche que distan entre sí unos cuarenta metros. Y que reflejan la pujante transformación de una ciudad que pasó en esos cuarenta años, de 1880 a 1920, de 20.000 a 60.000 vecinos. Piñole pinta la calle Corrida desde una perspectiva que va de Munuza a la plaza Seis de Agosto, posiblemente en un domingo. Es un tramo que hoy no existe tal cual lo captó el pintor: fue quebrado por la consolidación de la plaza del Carmen. En la otra obra, "La calle de los Moros", captada probablemente en la hora vencida de un atardecer de diario, puede distinguirse el edificio del Banco de Gijón y algunas casas que aún hoy siguen en pie.

Pintados por Piñole en los años de la I Guerra Mundial, en la que España conservó la neutralidad, reflejan un Gijón que, según hizo resaltar ayer Blanco, "buscaba ser en lo estético como París". "Es una imagen que querían compartir, por otra parte, muchas ciudades del mundo, no sólo Gijón", añadió el historiador. La ciudad de las Luces conservaba intacto, pese a la conflagración bélica, su prestigio de urbe monumental, sede de varias exposiciones universales y a la que el urbanismo del barón Haussmann, nombrado prefecto por Napoleón III en 1852, había dotado de los amplios bulevares, las grandes perspectivas, sobresalientes edificios y un modelo higienista asentado en el saneamiento.

Es lo que algunos gijoneses, a su debida escala, querían imitar en la ciudad que crecía por su multiplicación industrial; la ciudad que, según vio el cura-sociólogo Maximiliano Arboleya, era como el Jano bifronte: "dos Gijones completamente distintos, el obrero y el elegante". Ese despegue afrancesado fue, según Blanco, un "proceso rápido y radical a partir de 1880". De los desaparecidos Campos Elíseos a la iglesia de San Lorenzo, la calle porticada de Marqués de San Esteban, la parte inicial de Corrida ideada como si fuera un bulevar, el teatro Dindurra, el mercado de Jovellanos... "Domina el eclecticismo y hay quien incorpora el modernismo", subrayó el conferenciante. Una época de influencia parisina, en la que se consolida el descubrimiento del arenal urbano como zona de esparcimiento, y que dura más o menos hasta 1930. Tres años más tarde se inauguraba la Escalerona, ejemplo arquitectónico del Movimiento Moderno. Construcciones que convivían con las ciudadelas obreras.

Blanco, que reprochó a los responsables municipales olvidos que afectan al patrimonio local, señaló que aquel Gijón armónico y afrancesado que soñaron algunos arquitectos (Barcelona fue también modelo) se desvaneció por los intereses especulativos.

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