En la intimidad, con apenas un puñado de feligreses y miembros de la Asociación Belenista de Gijón. En ese marco dio ayer lectura a su pregón el historiador y escritor Agustín Guzmán Sancho (Quintanar de la Orden, Toledo, 1952), colaborador habitual de la asociación, especialmente como conferenciante y articulista de la revista “El Portalín”. Guzmán Sancho destacó en su parlamento la labor de los belenistas, una entidad sin la que “un gran apagón dejaría a oscuras la noche navideña gijonesa”. Fue el suyo un mensaje de esperanza y alegría que el historiador y colaborador de LA NUEVA ESPAÑA pronunció para dar la bienvenida a la Navidad.

Pregón íntegro de Agustín Guzmán Sancho:

Señora presidenta de la Asociación Belenista de Gijón, señor párroco de San Pedro, amigos belenistas, señoras y señores:

No hay empresa tan imposible y excelsa como la que hoy me encomienda la Asociación Belenista de Gijón, pregonar la Navidad, porque quién podrá pregonar lo que pregonaron los ángeles, quién podrá elevarse a la altura de Juan, el águila de Patmos, que anunció que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, quién podrá dar a tan alta caza alcance. Bien quisiera yo que el aleteo de mi corazón me llevara ahora al aire de tan altos vuelos. Pero mi vuelo es corto como ave de corral, eso sí, al cielo acorralada. Sin embargo, me habéis elegido vuestro pregonero. Gracias, muchas gracias por tan enorme confianza, nacida de vuestro cariño.

Ahora bien, sois vosotros, los belenistas; es la Asociación Belenista de Gijón, desde hace más de 60 años, la gran pregonera de la navidad gijonesa; sois vosotros un destello de la luz de la Navidad en Gijón, un brillo de plata en la ciudad, un resplandor que irradia aquí y allá donde montáis el belén, siempre representando algún motivo de Asturias, como este año las ruinas de Veranes. Si vosotros desaparecierais, Dios no lo quiera, un gran apagón dejaría casi a oscuras la noche navideña gijonesa. Así pues, en vuestro nombre, me dispongo a pregonar el misterio más increíble de cuantos ha creído y cree la humanidad: que Dios ha nacido en un pesebre; Dios, en un pesebre.

¿Por qué es tan dulce la Navidad? Tal vez porque no hay nada más dulce y tierno que un recién nacido, algo que más conmueva que la ternura de un niño, el gozo de su madre adorándolo con arrobo, y la mirada atenta del padre, eso que en el belén llamamos “el misterio”: María, José y el Niño. Y qué decir cuando el que nace lleva nuestra sangre, cómo no conmoverse y celebrarlo, como celebro yo, por ejemplo, el nacimiento de mis nietos y mi nieta, esta última nacida este año, no solo porque todo nacimiento es alegre y gozoso, y porque los pequeñuelos son tan ricos y graciosos, sino porque los que han nacido son mis nietos.

Y es que en todo nacimiento no celebramos el hecho en sí sino también al que nace. Y ¿quién nace en Navidad? El que da la vida. Y ¿qué hay más dulce que la vida? Desgranando las letras de la palabra Navidad descubrimos en su interior la palabra vida: “Na… vida… d”. y es que en la Palabra estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.

Y ¿qué hay que más alegre que la luz, la luz del sol, la luz de las estrellas? ¿Y no es con luces, estrellas, farolillos, y las brillantes bolas del abeto, es decir con un derroche de luz, con lo que las ciudades del mundo entero recuerdan a la luz verdadera que viene a este mundo? No es extraño pues que el tiempo de la Navidad sea tan alegre: un tiempo lleno de vida y de luz, de amor y de ternura.   

La celebración de este misterio de la humanidad, humildad y ternura de Dios es la causa de nuestra alegría en Navidad. Porque toda alegría tiene una causa, se está alegre por algo, no se está alegre por nada o porque sí, eso sería una falsa alegría, una alegría contagiada, absurda, como la risa del bobo. Pero de la misma manera podemos decir que para estar tristes hay que tener una razón, y este año tenemos también muchas razones para estar, no tristes, tristísimos.

Por eso hemos oído decir que este año la Navidad será distinta, diferente en mucho a la de otros años, porque el mundo ha sido infectado de un algo muy pequeño y diminuto, invisible que ha traído y está trayendo la enfermedad y la muerte, y, por otra parte, aunque quisiéramos, resulta difícil, a pesar de tanto brillo de escaparate  manifestar la alegría cuando se nos impide salir del todo a la calle, mostrar la sonrisa; cuando los labios no pueden besar ni los brazos estrechar a los amigos ni las manos desear la paz.

Otros años, Gijón en Nochebuena ofrecía deliciosas imágenes y perspectivas como de un gigantesco belén contemporáneo, viviente y vivo. Porque eso son las ciudades y pueblos y lugares y aldeas en Nochebuena celebrando la Navidad, belenes vivos del tiempo presente y real. En las casas se reunían las familias dilatándose, abriéndose a amigos y conocidos; en torno al belén se ofrecían dulces y se saboreaba la animada conversación; en las mesas resonaban las risas y en las ventanas y balcones asomaban junto a las luces del abeto la desbordante alegría, y als casas todas parecían decir como el mosaico de Veranes: utere felix domum tuam, sé feliz en esta que es tu casa. Al torcer una esquina se veían grupos de gente con prisa porque les esperaban para cenar; algunos llevaban en modernos zurrones la cena que iban a compartir. Y luego las calles se quedaban por unas horas solitarias, porque era la Nochebuena, la noche pascual donde nadie puede cenar solo.

Pero el belén viviente y vivo de este año, Gijón en Nochebuena digo, será distinto, mostrará otras perspectivas y dará preferencias a otros motivos. En un primer plano figurarán las luces de los hospitales, dejando ver a través de ellas todo el trajín de hombres y mujeres vestidas de blanco, en un incesante ir y venir; hombres y mujeres que se ganarán esta noche más que nunca el más caluroso y prolongado aplauso desde el balcón de nuestros corazones. En las residencias de ancianos se verá más espacio y más silencio, menos trajín, aunque las visitas de los hijos las suplen la generosidad de sus cuidadores. El albergue Covadonga, que otras veces alegraba con villancicos la calle Corrida, ocupará también un primer plano; a su puerta se verán abatidos, taciturnos, rotos a los que esperan la comida, el hospedaje o la ayuda: los inmigrantes, los indigentes, aquellos a los que cubre el cielo en las noches de invierno como a pastores en sus majadas. Saben que allí como en Belén hay posada y pesebre, y esta vez son muchos. En las casas no seremos tantos, se echará de menos a muchos. Habrá menos bullicio, la calle estará más solitaria y la noche será más larga porque la acortará el toque de queda. En este belén vivo y gigante no habrá Cabalgata de Reyes y los niños tendrán también que creer sin ver.

Y no hablo de fin de Año que eso no es Navidad, sino fiesta, diversión más que alegría; aunque también tiene su sentido sagrado. Llamo sagrado a todo cuanto toca a Dios o al ser humano, porque la Navidad hace humano a Dios y divino al hombre. El año viejo es sagrado y universal porque celebra el paso del tiempo, el paso de la vida, la alegría del que ha vivido, vive y quiere seguir viviendo hoy más que nunca. Esta alegría también la socavará el covid.

¿Dónde estará entonces nuestra alegría? Estará en nuestro corazón que tanto más ama cuanto más tiene que compartir y mucho más cuando lo que comparte es el dolor.

Y entonces, si miramos al cielo, por ser noche tan oscura brillará más la estrella de Belén que vieron los Sabios de Oriente, unos pocos, porque los hay que miran a la tierra y sus alrededores: los planetas, el sol, las estrellas y hasta indagan en agujeros negros, pero del cielo no saben nada y hasta presumen de su ignorancia. La estrella del cielo guiará nuestros corazones hasta el niño eterno, hasta Emmanuel, Dios con nosotros, tan de nosotros, que hoy viene a un mundo coronado de virus, el que ayer fue coronado de espinas, y el que ayer nació en un pesebre hoy acampa, como vemos en el belén de la Asociación Belenista de Gijón, sobre las ruinas de Veranes, sobre ruinas romanas, y sobre todas las ruinas de todos los imperios; y el que ayer fue adorado en un pesebre por los pastores es hoy nuestro pastor y pasto.

A celebrar a este recién nacido os invito. A celebrar con él y por él un tiempo sagrado os convoco; un tiempo fácil de vivir, el tiempo de un amor fuera de toda sospecha de sonrisa fingida o de abrazo frío o de apretón de manos distante: a celebrar una Nochebuena universal, noche de todos y todas y para todos y todas, a celebrar una Navidad que se extienda por todos los corazones como una dulce pandemia que traiga la salvación y la alegría al mundo entero.

Porque el que nació en Belén nos contagiará, con solo acercarnos a él, de un algo tan pequeño como un grano de mostaza, y nos quitará la máscara de la hipocresía y hará patente en nuestros rostros la alegría de un sol radiante que nace de lo alto. Vendrá a contagiarnos con la verdadera alegría que salta pura y limpia, clara y torrencial desde el corazón humano, la sede de Dios. Vendrá a hacernos alegres y reiremos con risas no compradas. Vendrá a besarnos con besos de su boca, los mismos con que la justicia y la paz se besan. Vendrá a romper la distancia social y a estrecharnos con la fuerza del amor que llena de confianza al hermano con el hermano; y vendrá a extender nuestras manos a quien está encallado en la calle o enfermo en la cama; al que llega buscando el pan o al que no sabe si podrá ganarlo hoy o mañana o nunca.

Oh dulce y divino niño, o dulce y divina pandemia de luz y vida, ataca ya, inunda la tierra, para que dé su fruto, el fruto que os deseo de la verdadera y Feliz Navidad.