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la figura de la semana ALfredo flórez cienfuegos-jovellanos Director del colegio de la Inmaculada, que acaba de celebrar su Semana Ignaciana

De las plantaciones de azúcar a las aulas

El jesuita, amante de la lectura y la buena mesa, destaca por su carácter prudente, marcado por las años de misiones en países de Centroamérica

De las plantaciones de azúcar a las aulas

Las experiencias y retos vividos durante sus años de misiones en Centroamérica pasaron a formar parte indisoluble de la personalidad del jesuita Alfredo Flórez Cienfuegos-Jovellanos (Oviedo, 14 de septiembre de 1962), enriqueciendo el carácter amable y sencillo y su condición de persona prudente, observadora e inquieta de la que ha hecho gala desde niño. Una forma de ser que, unido a una exquisita educación que le viene de cuna, le han convertido en el gran impulsor de la renovación de espacios del colegio de la Inmaculada, centro en el que asumió la dirección en septiembre de 2015 (para ahondar el proyecto de convertir a niños y niñas en hombres y mujeres para los demás), y que acaba de concluir su Semana Ignaciana. “Es un verdadero cristiano humanista, siempre sensible y preocupado por el cuidado de las personas”, coinciden quienes le conocen, desde su familia hasta el equipo humano con el que pastorea al rebaño colegial. Y qué mejor prueba que los gritos de “¡director, director!”, que le lanzan los más pequeños del centro al verle pasar para confirmarlo.

Alfredo Flórez, antiguo alumno de los jesuitas de Oviedo, puso rumbo a Estados Unidos para hacer COU. En ese tiempo ya rondaba por su cabeza la idea de dar el paso para ingresar en la Compañía, fruto de la tradición religiosa de su familia. No obstante, y a la espera de que este asturiano amante de la lectura, la música y la ópera tuviese clara su vocación, comenzó a estudiar Derecho durante dos años. Pero lo suyo eran las leyes canónicas y se fue a Villagarcía de Campos (Valladolid), y luego a Salamanca, para profundizar en Teología y Filosofía. La Virgen del colegio de la Inmaculada fue testigo de su ordenación como sacerdote jesuita el 27 de julio de 1998. Las misiones en Honduras y Guatemala fueron sus primeras labores pastorales, una etapa que duró cerca de tres lustros y que le sirvió para darle un aire de tranquilidad y respeto que todavía perdura. Saber valorar lo realmente importante fue la primera lección que aprendió durante su estancia en Centroamérica, acuñando el lema “educar en lo invisible” para siempre.

A la dirección de un colegio en la hondureña ciudad de San Pedro Sula (con más de un millón de habitantes) se sumó el poner en práctica su afición a las obras de todo tipo. Desde la plantación de azúcar o tabaco hasta la realización de cualquier pozo o instalación de baños en las comunidades indígenas con las que le tocó lidiar. Una afición que bien conocen en el colegio de la Inmaculada, donde se le conoce cariñosamente, en corrillos, como “director de obra”. La recuperación de los pisos altos del torreón para un pequeño espacio de gimnasio y descanso del personal o “la colina de los sueños”, para fomentar la lectura en la biblioteca del centro, son solo algunos ejemplos.

En su mandato como director también figura la creación de nuevos espacios educativos de las ciencias, y de las artes y la cultura. También la renovación de las aulas de infantil, con el objetivo de la transformación pedagógica que los nuevos tiempos exigen. Pronto logró paliar los recelos despertados al tratarse de un antiguo alumno del San Ignacio que llegaba a la Inmaculada, desconociendo el día a día de la vida colegial. Escuchó y observó para ir al detalle para saber convertir a sus colaboradores “en un verdadero equipo” en busca de la excelencia humana y educativa. Y siempre tratando de incluir en la fórmula a las familias del alumnado, consciente, como buen jesuita, que “la educación de los chicos no es posible sin las familias”. De ahí que impulsase el programa “Caminando juntos”, que recoge las distintas actividades y experiencias conjuntas con los padres. Ahora ya habla de la Inmaculada como “su” colegio, afirman sus allegados.

En las prioridades de Alfredo Flórez, además de sus alumnos, está también la familia, especialmente el cuidado personal y espiritual de su madre. También el de sus tres hermanos (eran cinco hasta el fallecimiento de una de sus hermanas). Todos ellos, entre reunión y reunión en la casa familia de Mohías, “padecen” las inquietudes y ganas de hacer cosas del jesuita, que siempre está pensando en organizar excursiones o actividades que les permitan compartir. “Siempre que tiene un hueco disfruta de la familia, se notan todos esos años que estuvo fuera”, argumentan. Y además, da igual donde se pregunte que la respuesta es siempre sí a cualquier petición. “Es muy fácil que te meta un gol y te embarque en alguna misión”, explican, en el buen sentido y entre risas.

Lo que no ha cambiado en Alfredo Flórez es su buen paladar y la pasión por el chocolate negro. Ni siquiera en los años de Honduras y Guatemala, donde los recursos escasean. “Siempre ha sido de pico fino, muy exquisito para la comida”, desvelan en su familia. Lo avalan sus buenos amigos, que realizan quedadas para disfrutar en torno a una buena mesa. Hasta tiene un grupo selecto que se hace llamar “la peña del pulpo”. “Pero nos consta que no es la única que tiene”, bromean. Y le encantan las plantas, que florecen como su obra en la Inmaculada.

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