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Otra maldita tarde de domingo

Los santos inocentes

Cualquiera diría que mantener una relación con un artista es de las cosas más románticas que hay. Pueden susurrar versos al oído, detallar imágenes precisas, analizar las grandes cuestiones del universo, con el punto justo de bohemia y un espectacular desprecio por todo lo que se mueve a su lado. Pero muchas veces la realidad se aleja del sueño. Para familiares, amigos y pareja la convivencia con el artista puede ser más un torrente que oprime que un oasis de distracción.

Baste con decir que Emily Dickinson pasó los últimos diez años de su vida encerrada en su casa. O que Thomas Gray tardó en escribir su "Elegía sobre un cementerio de aldea" siete años. O los frenéticos paseos de Juan Rulfo, al que una vez en el exilio le preguntaron qué buscaba y respondió "Un adjetivo". No es sencillo todo esto, menos para quien le acompañe. Quien frecuente a un fotógrafo no dará un paso tranquilo, pues siempre habrá una imagen por retratar; quien apueste por el actor soportará sus continuos viajes y renovados proyectos; pintar es compartir una mirada cien veces por el mismo trazo; un periodista es ejemplo de mirada atenta, pluma experta y tiempo limitado; ser poeta o filósofo equivale a dar vueltas imposibles sobre un mismo concepto. Para mí, hay dos imágenes que reflejan muy a las claras cada sombra a la que aludo. La primera no es de un artista pero ejemplifica muy bien su mundo, y recuerda aquella instantánea de Paul Wolfowitz, el por entonces presidente del Banco Mundial en 2007, cuando al entrar en una mezquita en Turquía y descalzarse dejó al aire un dedo que asomaba por el calcetín -muchas veces he pensado en qué le dirían cuando llegara a su casa-. La segunda es la otra cara de la moneda y me la ofreció el dramaturgo y novelista Daniel Dimeco: "Tengo en mente una idea. En tres años puede que la lleve a cabo." Su pareja, la poeta y periodista Carmen Garrido, late a su lado mientras ambos estudian y cuestionan sus producciones. Es la dicha del universo compartido.

Escribo estas líneas tras varias horas frente al ordenador. Hace tan sólo unos minutos le he comentado a mi pareja que quizá pueda entregar un encargo en los próximos días. Es entonces cuando me ha recordado, con una deliciosa sonrisa, que estamos en Navidad. Que habrá que ver a la familia y los amigos esperan. Que qué cabeza tengo. Apago el ordenador y camino a su lado, programando citas en ese germen que es la realidad y de la que muchas veces nos olvidamos. Quiero pensar que somos como niños, que quienes nos aman de verdad nos permiten jugar unas horas con tal de vernos sonreír. Son, ellos y ellas, los santos inocentes. Para ellos va esta columna.

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