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Árboles y monumentos

Ejemplares "monumentales" y otros que tapan los méritos de ilustres

Hay en nuestra ciudad árboles anónimos, desconocidos, meros figurantes de nuestras aceras; y árboles simbólicos, "monumentales". Son los árboles plantados en honor de Jovellanos: los del alto de Ceares que forman las iniciales de su nombre; una idea trasplantada de la plazuela de su casa. Allí, él mismo había plantado, como se ponen en el juego los bolos, el jazmín silvestre, el olmo, la viñatera, el espinero, el lentisco, el laurel, el abedul, el nogal, el olivo y finalmente el sauce de Babilonia. A estos hay que añadir el recién plantado en el parque de Isabel la Católica, en recuerdo del que llevó el letrero "El Sauce de Jovellanos".

Jovino dijo de los sauces: "son mi delicia" y quiso que este árbol perpetuase su memoria y su nombre conociéndose por "El sauce de Jovellanos", porque amaba en él su "aire desmayado, lánguido y llorón que tienen sus hojas y ramas naturalmente caídas hacia la tierra, y que representan el abandono y desaliño de una persona entregada al llanto y al dolor". Pero no conocemos de uno solo de esta especie que presentándose a sus ojos le hiciera gozar con su contemplación. Hubo, en cambio, árboles de otras especies que en su individualidad conmovieron su alma, como el plátano mayor y el chopo carolino "de la plazuela de casa", la catalpa de la luneta, donde hoy se alza su estatua, los "altos y hojosos" negrillos de junto a la fuente de Chafaril, la "sublime encina en el extremo" de la huerta del castillo de Villafranca del Bierzo, el olivo "majestuoso" de son Berga que como "patriarca del valle" se presentaba a su diaria meditación "ostentando la robusta ancianidad". Pero sauce, ninguno, quizás porque solo debía ser recordado uno: "El sauce de Jovellanos", con que sus paisanos le han honrado en el Parque de Isabel la Católica el pasado mes.

Pero nuestra ciudad tiene también árboles que dan sombra a monumentos de sus ilustres hijos, quiero decir que los ensombrecen ocultando así su memoria. Tal hace uno, o mejor dicho dos, en la Plaza de Europa, próximos a la columna de acero que sostiene la bandera del viejo continente, repuesta hace unos días porque la anterior había sido fagocitada por las ramas, ayudadas del viento. Es probable que este verano, cuando crezcan los retoños ya no podamos ver ni leer las hermosísimas frases con que Jovellanos predijo la Unión Europea y la ONU, mientras soñaba con una paz inviolable y perpetua mantenida por la voz de las naciones; frases que pasan totalmente desapercibidas a los transeúntes, porque las ensombrecen los dos árboles, porque nadie se fija en el mástil de una bandera y porque las letras no contrastan con el fondo en que están grabadas. Evidentemente, la solución no es talar los árboles. Tal vez lo sea cambiar la bandera de sitio, pero entonces, puestos a hacer mudanza, hágase del todo, búsquese otra manera de honrar a Europa y leer a Jovellanos a la vez.

Otro árbol, ayudado del boj que lo rodea, ensombrece la memoria del gran émulo de Jovellanos. Precisamente en el parque de Isabel la Católica, al final de la rosaleda central, al otro extremo o espalda de "El sauce de Jovellanos", yendo hacía el estanque antes de la estatua de Diana Cazadora (perdone el lector tanta precisión, pero cuesta verlo), hay un busto de Fernández Vallín, obra del escultor Macías que realizó una larga serie de ellos, de asturianos ilustres, parte de los cuales adornan la entrada del pabellón central de la Feria de Muestras y parte los hemos visto en el Museo del Ferrocarril.

Hasta hace unos años se ignoraba la existencia de la estatua de Vallín, no estaba catalogada, y además tiene una inscripción errónea, pues dice que tan ilustre hijo de Gijón fue senador del Reino, confundiéndolo sin duda con otro Fernández Vallín, el marqués de Muros, que sí lo fue. El árbol a su espalda y el boj alrededor a duras penas dejan ver solo la cabeza, o por mejor decir la cara. No merece tal ocultamiento y abandono el ilustre gijonés que, después de Jovellanos, más hizo por Gijón.

Y ya que talar el árbol y arrancar el boj no es solución, puestos a mudar de sitio el busto de Vallín, no habría a nuestro entender mejor lugar para quien fue Consejero de Instrucción Pública, que la glorieta de los Institutos: del de Jovellanos, del que fue alumno con el expediente académico más brillante de su historia, profesor y gran benefactor; y, cómo no, cerca del Instituto que lleva su nombre, cuyos alumnos han sido y son los dignos sucesores de los aprendices de la Escuela de Artes y Oficios que él fundara. Y conste que consultadas gentes entendidas en urbanismo, no han visto mala la idea.

Por lo demás, tiene nuestra ciudad árboles con personalidad, arrogantes guardianes del tiempo, que nos ven pasar incólumes desde su tiesa atalaya, generación tras generación, como las palmeras del Muelle o los negrillos del Campo Valdés, o los castaños de Indias de "La Plazuela" o los plátanos de Begoña. Y los hay más recónditos, pero no menos famosos como el que da nombre a la "Casa de la Palmera".

Es este que llega buen tiempo para fijarse en ellos y descubrirlos mientras se van cubriendo de hojas.

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